14.12.06

Wilfredo Machado

La otra cara del sueño

Para Abraham Salloum Bitar, poeta

Noé vio a lo lejos la caravana atravesando el desierto bajo la luz quemante del mediodía. Primero fue una nube de polvo creciendo como un hongo sobre las dunas amarillentas, luego la sombra de un genio agonizando en la arena, ciega dentro de tanto resplandor. A la caída de la tarde la sombra había tomado la forma de unos mercaderes que conducían a una docena de caballos árabes preparados para la guerra. Los hombres giraron alrededor del Arca galopando velozmente y agitando en el aire unas espadas curvas llamadas alfanje. El brillo del metal lo hirió en los ojos. Por un momento el resplandor lo dejó ciego. Ahora recordaba esa extraña luminosidad del acero que lo obligaba a regresar por un brillante pasadizo a la infancia. Al final del túnel la luz se hacía más intensa. Entonces vio al niño: caminaba mordiendo la piel dulce de un durazno bajo el cielo de la tarde; un mono tocaba un platillo y lanzaba porquerías a los mendigos de la plaza. Al otro lado un ciego recitaba las antiguas escrituras y leía el futuro a los soldados por unas cuantas monedas. El sol inundaba las tiendas de un vapor tibio que descomponía los alimentos. El niño se detuvo en la fuente y sumergió su cabeza en el agua. Después trepó a un muro de piedra a cuyo pie dormían los camelleros, y desde allí divisó el cuadrado perfecto de la plaza y los minaretes que ascendían en la luz dorada junto a las cúpulas perfectamente blancas como huevos de pájaros. Luego bajó. Pasó a un lado de una vieja que vendía pescado y se tapó la nariz. En ese momento alguien lo hizo a un lado con brusquedad. Sobre el ruido ensordecedor de la plaza se elevó la voz de un hombre pidiendo silencio. Llevaba atada al brazo la banda azul del palacio. Leyó un edicto alzando la voz, luego enrolló el pergamino y desapareció entre la multitud. Los soldados se abrieron paso entre la muchedumbre arrastrando al prisionero. El hombre era de contextura delgada y no llevaba camisa; los huesos sobresalían de la piel curtida por el sol del desierto. Traía una soga al cuello, y miraba cada objeto, cada rostro, con la intensidad de quien se aproxima a la muerte. En ese instante vio el rostro del niño que lo observaba con asombro montado sobre unos sacos descoloridos de granos. La imagen del durazno pasó como una mancha dorada frente a sus ojos. No tuvo tiempo de ver mayor cosa porque los soldados lo obligaban a subir al cadalso, donde lo aguardaban un tronco y una cesta. La ciudad desaparecía a su alrededor: las tiendas infladas por el viento del desierto, el camino de piedras cubierto de un polvo grisáceo, las frutas pisoteadas por los caballos que despedían un olor a podrido. La plaza se llenó de un gran silencio. El verdugo subió con el rostro cubierto por una máscara, y obligó al prisionero a prosternarse. Luego levantó la espada que brilló como una lengua de fuego frente a la multitud ansiosa de sangre y, con un rápido movimiento, cortó limpiamente el cuello. La cabeza rodó hasta la cesta. Algunos curiosos se acercaron a verla. Tenía la boca entreabierta como a punto de decir algo, como si la espada hubiera cortado también la última palabra. El niño se acercó a mirarla. Permaneció en silencio largo rato, hipnotizado por la sangre que comenzaba a secarse en el tejido de la cesta. A su lado dos soldados bromeaban bajo los efectos del hachís. El viento frío y azul comenzaba a levantar desde el norte. La mirada inmóvil se perdía en el cielo junto con las primeras sombras de la noche.

Uno de los hombres a caballo se acercó, y sin mediar palabras arrojó un lazo corredizo con precisión sobre su cuello; la soga lo apretó hasta casi ahogarlo. Intentó protestar y otro lo golpeó con la empuñadura de un sable. Cayó inconsciente en la arena. Cuando despertó se encontró atado junto a unos esclavos que devoraban en la oscuridad un pedazo de pan. La cabeza aún le dolía. Respiró profundamente durante varios minutos; el aire frío lo reconfortó. Sintió el olor de un hombre que encendía una pipa haciendo un hueco con las manos para evitar el viento. Levantaron el campamento a la medianoche y caminaron durante tres días, descansando sólo lo necesario para reponer las fuerzas. Al atardecer vieron a lo lejos los muros de la ciudad dibujados contra la mancha amarilla del desierto. Habían llegado. Noé reconoció a la ciudad del pasado: Asmara. Había vivido allí con sus padres. Recordaba cada calle, la plaza, el camino de piedra que atravesaba la ciudad, las tormentas de arena que enterraban palacios enteros, el sacrificio de animales degollados junto al fuego para sentir que un dios con cabeza de pájaro estaba allí, en el resplandor de la hoguera consumiendo la grasa del animal en una llama azul y pura. Pero la ciudad a la que llegó era otra. Nada guardaba de la grandeza del pasado. Llegaron al anochecer y los encerraron en una celda húmeda. Trató de hablar con un guardia y fue golpeado nuevamente. No pudo dormir durante toda la noche. A través de una ventana con barrotes escuchó el murmullo del agua sacada del aljibe en la oscuridad, la respiración apagada de los esclavos dormidos sobre el piso de piedra, el llanto de una mujer del otro lado del muro donde la ciudad era una inmensa flor nocturna, el canto de un búho que devoraba a una rata en el patio de la prisión. La luz del amanecer lo encontró despierto mirando cómo las palomas picoteaban los restos de la rata. La claridad avanzaba sobre el muro de piedra. Descubría allí las grietas de donde salían las lagartijas a calentarse con el sol. A medida que pasaba el tiempo la luz avanzaba sobre el muro en un destello blanco y uniforme. Quizá en otra oportunidad –por ese deseo de aprender de las cosas intangibles– habría seguido a la luz hasta el borde mismo del aljibe, y habría observado con asombro cómo el agua oscura, donde flotaban algunas hojas, iba alcanzando lentamente el brillo y la intensidad de un incendio. Al fondo la rata era una mancha rojiza aplastada contra el piso. Las palomas también habían desaparecido. Ahora encontraba allí, en el patio desolado y silencioso, una forma de la belleza muy cercana al deseo de la muerte. Entonces agradeció a Dios por permitirle ver un nuevo día. En la tarde sacaron a los esclavos de la celda atados en fila como animales. Una mujer le trajo agua y un pedazo de pan. Noé intentó hablar con ella, pero ésta huyó, corriendo por el patio de la prisión hasta la puerta principal. Cuando la abrieron Noé vio el cadalso y la multitud que comenzaba a reunirse alrededor de la plaza. Entonces –como si una conciencia suprema guiara su pensamiento– entendió; aunque ya era tarde para la reflexión o el olvido. La celda se abrió y varios soldados lo amarraron, por último le ataron una soga al cuello. Intentó decir algo, pero lo obligaron a callarse. Caminó entre los soldados y la turba enardecida. Un hombre de un turbante blanco subió a un muro de piedra y leyó un edicto donde sólo reconoció su nombre. A su lado un mono arrojaba porquerías a los soldados. La vieja también estaba allí y el olor del pescado invadiendo el aire. Buscó instintivamente al ciego y lo encontró a su lado invocando al profeta y haciendo resonar la bolsa de las monedas. Ya lo subían al cadalso, lo izaban sobre el mar de cabezas a la tarima donde lo aguardaban el tronco y la cesta; pero él buscaba entre la multitud la silueta del niño, la mancha dorada del durazno, hasta que lo vio jugando con el mono montado sobre unos sacos de granos. En ese momento las miradas se cruzaron. Por primera vez entendía que todo viaje no es otra cosa que un viaje al origen, un regreso al principio de lo oscuro. En vano intentó reconocerse en el pasado: en una infancia de hambre y hogueras encendidas cuando los más viejos se reunían a contar las antiguas historias de los dioses que cruzaban el firmamento envuelto en llamas; donde las mujeres se iniciaban en el arte del amor y el abandono, y donde una daga valía más que el oro de los sueños. Miró por última vez las nubes por encima de las torres y la luz que se derramaba sobre las cúpulas alrededor de la plaza. El viento del norte comenzaba a levantar el polvo del desierto, tal vez una tormenta de arena. Pero ya era tarde porque las manos del verdugo lo obligaban a prosternarse.

–El círculo es la figura perfecta del universo. Toda vida no hace otra cosa que seguir el dibujo de un dios –dijo en voz baja, pero la espada había cortado limpiamente el final de la frase. Incluso, nadie llegó a escucharla.


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© Wilfredo Machado