14.12.06

Ignacio Ramírez

La toalla de Tirofijo

Por razones de oficio fui testigo de las reacciones de Tirofijo cuando se enteró de la noticia que estaba en la primera página del diario, en un titular grande y vistoso bajo una foto del Don con su toalla roja terciada sobre el hombro derecho, la mano zurda apoyándola para que el viento no se la llevara monte adentro, la cachucha verde, nueva, ladeada hacia la izquierda por consejos provenientes de otras tierras supuestamente socialistas donde los manuales de protocolo mandan que todas las puntas de todas las cosas señalen hacia ese flanco por razones simbólicas subliminares que son las que obran de manera horadante en estudiantes y obreros y sindicalistas y toda suerte y toda desgracia de buscadores del norte del universo. Al lado, en la gráfica bajo el titular, el presidente en manga corta y con mayúscula en el título. Daba risa verle el bigotico de roedor y palparle el nerviosismo que inducía a pensar si provenía del miedo a la posibilidad de una retención alevosa y repentina en plena selva o de la payasada de andar de tú a tú todo un muchacho del Sancarlos con el arisco combatiente que sonreía de soslayo pensando en la diablura cumplida de haber obligado al mandatario Lázaro María a ir hasta su guarida montuna a suplicarle treguas y equilibrios porque nada diferente a la abyección había funcionado. Mientras más asqueroso sea el cuchuco más copiosas serán las votaciones le había enseñado su pater primo que de alguna manera fue también su alter ego oportunista.

La toalla de Tirofijo será pieza de museo, decía el titular de lado a lado. La foto era de archivo memorable: cuando el presidente supuso conjurar los varios miles de muertos por violencia registrados durante los últimos años con un viaje al atrio de la selva y un centenar de imágenes dándose la mano con Donmán, quien sonreía con idéntica fruición y picardía a la del lindo pulgoso, un perro estrato seis de malas pulgas que se burlaba de sus amos en la televisión igual que allá en el monte los matreros se carcajean de presidentes, ministros, congresistas y cuanto el diablo en su maldad nos dio. De Tirofijo uno pensaba que sería un jayanazo, un hombrote casi juancharrasqueado pero no un ancianito enclenque que si en lugar de botas pantaneras llevase zapatillas rojas y si cambiara el poncho y los driles por emperifollamientos bien daría para obispo y hasta para cacao pero no un hombrecito enclenque como los chamizos de los sauces en invierno. Y eso es. Así parece.

Eran las cinco y treinta de la mañana y hubo un silencio largo que permitió a las últimas aves de la noche camuflarse y ocupar sus estacas en los perezosos árboles del sueño. Tirofijo sonrió con sorna idéntica ya crónica. Abrió los ojos bien abiertos. Se caló las gafas marco imitación carey que el sumo pontífice le había mandado de regalo desde el vaticano cuando uno de los flamantes comandantes por ironía apellidado reyes fue a postrársele de rodillas a pedirle perdón por los pecados y rendirle pleitesía a pocos días de haber volado un pueblo entero con cilindros de gas activados con una mecha larga y lenta. Leyó en silencio el titular una y otra vez y muchas veces más y aún otra más. Luego se fue hacia la orilla del río y desde alli gritó auuuuúúúú y silbó como un autillo desvelado, que era la forma de llamar a Carmen Flora, quien al instante estuvo atenta a las órdenes del jefe supremo quien le dijo compañera tráigame los retratos y ella partió sin decir nada corriendo como un gamo al campamento que sólo dios y ellos sabían dónde estaba en medio del tupido ramalaje de la selva, cerca, sí, en todo caso, porque la compañera Carmen Flora volvió muy pronto con un retratero viejísimo, por lo amarillento, y lo depositó sin chistar en la piedra más cercana a la soberbia pero ya esmirriada humanidad del comandante superior, quien apenas sí se percató del cumplimiento sigiloso de su encargo. Se hallaba ensimismado leyendo el titular de la toalla y del museo, aunque prestaba mayor atención a la fotografía donde estaba con Lázaro María a quien veía y sentía como si se tratara de una cucaracha atrapada por una trampa de ratones. Más silencio y más largo. Y un pensamiento rotundo: dios me concederá la gracia de ganar la guerra, que si ya el enemigo viene a buscar migajas en la palma de mi zarpa, es buen presagio. Con la mano derecha sostuvo el diario. Con la izquierda acercó el álbum que Carmen Flora había dejado sobre la piedra. Una salamanquesa brincó y luego se camaleonó en la yerba. Tirofijo miró con atención su traje que estaba lleno de cuquecas camufladas en la tela. Todas saltaron y se fueron por el mismo camino de la lagartija. Don Tiro se miró en la foto del periódico y por primera vez tuvo la sensación de estar frente a un espejo. Y por primera vez también sintió el peso y la importancia de su toalla al hombro y la insignificancia amedrentada del señorito del bigote pidiéndole cacao y puesto allí donde no tenía nada qué ir a buscar, como si se tratara de una ladilla invitada a una fiesta de serpientes o de un burricornio en el arca de Noé.

Donmán leyó esta vez todo intentando hacerlo de corrido aunque esa era una penuria y un deseo jamás cumplidos. Me moriré sin aprender, pensó. Y recordó que ya tenía más de setenta años. Palpó su piel y calculó sus arrugas para concluir que había perdido el tiempo y que ya no era hora de aprender. Y se dio a la tarea, sin pedir ayuda como hacía casi siempre que deseaba saber y comprender qué decían las noticias de los diarios: Latoa lla deti rofi jo serápie za de mu seo. Y la leyó y la repitió y la leyó y la repitió y la leyó y la repitió mil veces y así letra por letra palabra por palabra frase por frase punto por punto y coma por coma y no desayunó ni almorzó y un poco más allá de la hora de ángelus leyó de un viaje: La toalla de Tirofijo será pieza arqueológica. Podría ser expuesta para el público si el líder rebelde accede a donarla. La jefa del primer museo de la república opina que el ansiado trapo sería el principal vestigio de una colección de objetos de la guerra que así perpetuarán la nefanda noche eterna de violencia que vive este país andino donde en los últimos diez años ha descendido considerablemente el índice de muertes naturales apabullado por todo tipo de masacres. La noticia ha cundido como un escalofrío por la columna vertebral del pueblo. Unos dicen que sí, que la toalla hará recordar la sangre, el sudor y las lágrimas que son el pan de cada día en este pueblo hambriento. Y otros se oponen: que no, que no hay derecho, que cómo mientras más de cinco mil compatriotas permanecen secuestrados en poder de los bandoleros se les va a rendir honores mostrando sus andrajos en museos. Pero la dueña del emporio de cadáveres de cosas inservibles se defiende: mostrando los elementos del drama podemos comprobar de qué tamaño es la tragedia, ha dicho, cómo no tener por ejemplo las trenzas de Manuela Beltrán o las pestañas de Policarpa cómo no haber conservado siquiera la cáscara de un banano de la masacre de las bananeras. Y ha retrocedido: no se trata de exaltarlos sino de cuestionarlos. No de exhibir los objetos sino de guardarlos en un baúl de sanalejo y mostrarlos a su debido tiempo en siglos venideros a las generaciones que entonces disfrutarán la paz y verán cómo se hizo la guerra en estos tiempos bárbaros.

Donmán que así le dicen por llamarse Manuel desde la pila es hoy un hombre tosco y viejo, ya septua-genario, que ha pasado toda su vida en el monte. Él mismo es producto de la violencia sempiterna que asesinó a sus padres y a sus familiares y a sus amigos y vecinos y no le dio diferente opción a la de guarecerse en las montañas desde donde siempre ha sido el cabecilla que hoy comanda a más de 20 mil hombres insurrectos y combate contra otros sublevados lo mismo que contra soldados y cuanto ser o sombra se le atraviese porque ahora ya no quedan guerrilleros sino bandidos y bandoleros en una guerra de todos contra todos donde ya nadie sabe quién es quien y todos roban y asaltan y narcotrafican y matan o mueren sin saber por qué. Una guerra donde la toalla ya no se usa tanto para secarse después del baño o para protegerse la nuca de los rayos del sol o para enjugar o ventear el calor sino quizás como símbolo tácito de los trapos al sol, a falta de bandera.

Yo vi llorar a Tirofijo. Se quitó los anteojos y se le humedecieron las pupilas. Un par de lagrimones bajaron se le desprendieron y descendieron con lentitud conmovedora por sus mejillas. No se las enjugó con las manos ni con la vieja toalla roja que portaba al cuello. Simplemente las dejó rodar y caer como un badajo de bronce invisible sobre las piedras del reborde del río. Y así lloroso y ciego como un Borges amnésico tanteó con las manos hasta tocar y asir el álbum de las fotografías pero como los ojos empapados opacaban las imágenes buscadas, sin desprenderse del objeto estiró los labios y sopló un infinito fuifuifui al tiempo que por la espesura de la selva aparecía vertiginosa Berenice con una toalla blanca ya dispuesta para secar los lloros del altísimo que cuando silbaba su infinito fuifuifui ya todo el mundo sabía que era para eso, porque los guerrilleros también lloran. Volvió a ver con sus gafas careyanas. Foto tras foto repasó su vida. Sus toallas: ah, esta carmelita me recuerda a Marquetalia dijo mirando a Berenice quien permanecía impávida y esta punzó se la cambié al subcomandante Marcos por un pasamontañas y esta bien verde oliva por una boína al Ché y esta rayada amarillenta por una medallita al papa y esta otra gris a fidel por un tabaco y Berenice sonreía como la Gioconda descolgada y Tirofijo entonces le ordenó vaya compañera tráigame todas las toallas que tengo en la caleta del cambuche y eran las cinco y treinta de la tarde y los cuervos comenzaban a desperezarse y los loros regresaban de sus volátiles andanzas cuando la Berenice volvía con media tonelada de toallas de todos los colores en sus brazos y el comandante compañera que nos coge la noche y ya no se ven bien los tonos y en efecto la luz se hizo crepúsculo y Don Tiro ya no pudo distinguir sus toallas por colores y urdió la selección auscultando por olfato los efluvios de sus harapos y después de un tiempo tan largo que ya todas las aves nocturnas andaban revoloteando enlunadas como los poetas que escriben nocturnos el guerrillero más viejo de la tierra sentenció no díganle a la jefa del museo que no le regalo toalla alguna para sus vitrinas que si quiere venga a buscarla en persona y tomó una que ya había seleccionado y la olió y la olió y la volvió a oler cien veces cada vez con mayor asco y ordenó pero esta sí esta sí esta que huele a mierda llévensela de regalo al señor presidente y díganle que por aquí se le recuerda mucho.

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Nota aclaratoria perentoria: soy inventor de historias y por razones de oficio fui testigo de las reacciones de Tirofijo cuando se enteró de la noticia que estaba en la primera página del diario.

Ignacio Ramírez. Escritor y viajero, activista cultural y director de Cronopios –Diario virtual que llega con las más destacadas noticias colombianas del arte y la cultura a más de 50 mil suscriptores gratuitos en los 5 continentes (para afiliarse sólo necesita solicitarlo a cronopios@cable.net.co). Ha organizado más de 20 festivales de cultura colombiana en diferentes lugares del mundo sin aceptar y menos recibir apoyo oficial, para mantener libre e independiente su derecho al ejercicio de la crítica. Escribe novelas, cuentos, poesía, ensayos, columnas de periódico y todo género de textos desde donde pueda sustentar la urgente necesidad de una alianza capaz de aplacar a los violentos.

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