14.12.06

Carlos Arturo Truque

La diana

Le iban a cantar diana*, muy al amanecer. Pero no era en eso ni en el coronel Ruperto García en lo que pensaba. Le preocupaba más Marcela y las rosas rojas, el pueblo solo, o casi solo, –él, la mujer, el cura– las dos hijas que ella le había dado y hasta el hecho de que hiciera un verano tan intenso.

–Tal vez el cura pueda... –pensó en voz alta.

Pero no; el cura no podía. Tenía las manos temblorosas; y para sacar a un hombre se necesitan manos firmes y duras como las de Matea, que de eso sabían desde toda la vida. No habría, entonces, nadie para él. Marcela tendría que vérselas sola, revolcarse sola y tragarse los dolores también sola. Ya se lo había dicho en el monte, antes de volver al pueblo; pero a ella le crecía la cintura y en el monte, según dijo, era imposible parir.

–Un hombre no se pare como un perro... –dijo esa vez Marcela. Y ella era así, imperativa, más parecida a un macho que a una hembra, fuerte como un verano. Él midió el asunto, «un hombre no se pare como un perro», dudando entre salir y no salir, tendiendo en la cabeza a Ruperto García –el coronel y su compadre– alegre por lo del macho, después del desencanto de dos hembras.

–Qué caracho, se dijo él también, «un hombre no se pare como un perro!»...

Pero no estaba muy firme. Tal vez la frase fuese otra. ¿Quién podría asegurar que era un macho?...

En eso era en lo que pensaba mientras miraba desde la ventana de la cárcel el vivaz de Ruperto García y su tropa de cholos esmeraldeños y negros, traídos a la fuerza del Patía. Con el coronel tenía una deuda vieja, de cosas de «quién es más hombre»; pero la creía saldada desde cuando se largó, dizque a parar a sable a los de la revolución. Luego le contaron que andaba por los rumbos del Tapaje, metido a coronelote, siendo el mismo bribón de Telembí. Lo que, en verdad, se estaba dando eran sus buenas contrabandeadas, metiendo por los esteros su poconón de mercancías al amparo de la legitimidad. El coronel ya era bellaco antes de ser coronel; pero esto de ahora era mucha bellacada: eso de entrar al pueblo solo con su hedionda gente y buscarlo a él, a su compadre, para cantarle una diana, no tenía nombre. Y más sabiendo que Marcela estaba para reventar. No ignorando eso, iba más allá de la raya el tenerlo encerrado esperando el alba para azotarlo con las varas de las rosas rojas de Marcela, regadas con agua subida del río –porque, con el verano, de lluvia ni gota... Esto, con todo lo grave que era, no le preocupaba mucho. La diana era para el alba –prematura en los tiempos de sequía– y el reventón de la mujer, para cualquier momento.

Eso era lo que más la atormentaba. Saber que iba a tener que hacerlo todo sola, en un pueblo desierto y sin Matea, con una toalla entre la boca, viendo en silencio los ojos de miedo y repugnancia que él ponía al pasarle la jofaina con agua caliente y los algodones y el alcohol. Y luego tomar «eso», grasiento, y meter el dedo en el platón para saber si era de ese modo el agua; y preparar el cuchillo quemado para cortar la tripa y amarrarla con pita, para a poco decir con voz que trataba de hacer suave:

–No es un hombre, Marcela!

Y para sí pensar que ella no iba a darle un macho nunca.

Desde allí volvió la frase, inquieta como mariposa –frase de ella, rotunda, dura como guijarro, construida por el macho que le andaba por dentro:

–Un hombre no se pare como un perro... –dicha por la mujer, y así, con la ligereza con que soltaba las cosas de que estaba cierta; del mismo modo que dijo cuando el coronel mandó a tres de sus cholos por él, «ese compadre Ruperto es un hijueputa», sin rubor, de la manera más natural del mundo, dejando que las palabras vertieran todo el odio con que fueron creadas, tal cual las soltó el primer ofendido de la tierra.

Las palabras no duelen por lo que son en sí, sino por su correspondencia con quien las recibe; y el coronel era desde chiquito lo que Marcela había afirmado que era. Su recuerdo nunca se apartó de hechos desagradables, en la misma proporción en que eran desagradables su figura rechoncha y su bigote grueso y su modo de andar. No comprendía por qué lo había hecho su compadre. Tal vez ella lo supiera, porque, al fin y al cabo, era la encargada de las sinrazones como lo son todas las mujeres.

Fue ella precisamente quien dijo, después del grito y las cosas que Matea hacía como de ritual, mirándolo cara a cara: «es la de Ruperto García». Inmediatamente volvió la cabeza hacia la pared y se quedó profundamente dormida. Él salió a la tienda y se sentó junto al hombre que jugaba dominó –haciendo trampas como de costumbre, mirando el juego ajeno con disimulo, poniendo «boquecaballos»– y le dijo:

–Marcela tuvo una niña...

Ruperto García apartó las pupilas de las fichas y lo miró como quien no quiere mirar; después susurró entre dientes:

–Para zamparle un macho a Marcela se necesita un hombre... –y se rió con su risa vulgar, abierta como piernas de prostituta.

Él se quedó en silencio, aguantando las miradas burlonas de los jugadores, sintiendo que la mano se le corría sin querer hacia el pomo de «la acanalada», pronta al rescate de la hombría; pero recordó a la mujer que dormía y sonrió estúpidamente.

Mucho tiempo después, y, desde luego, ahora, sentía el peso de esa pasada cobardía sin raíces. Porque, se razonaba, –como sentenció ese día Matías Gamboa– «cuando un hombre humilla a otro una vez, ya no dejará de hacerlo nunca». Pero lo que había hecho era por ella. Antes de salir a la tienda se interrogó sobre lo que pensaba Marcela al hacer su compadre a un majadero como Ruperto García, tahúr de profesión y bravo de pueblo; pero se consoló pensando que eran cosas de ella, muy respetables, porque, según su modo de ver, era quien había parido y eso le aseguraba el derecho de buscar compadrazgos con quien le viniera en gana. Por eso entró a la tienda y se sentó al lado del hombre y le dijo lo que le dijo. No precisaba bien cómo; pero acabó por decirle que la mujer quería que le apadrinara la hija. Él dijo o masculló un «anjá», mientras colocaba un cuatro para cubrir un cinco, sin agregar un no o un sí, acariciándose suavemente el bigote espeso y ancho, haciendo como que ordenaba el juego, con las arrugas de la frente apretadas, temblándole extrañamente las pobladas cejas.

Luego se levantó y se fue a lo largo de la calle polvorienta, con el sol duro cayéndole a plomo sobre la espalda dura.

Y retornó a Marcela con eso de «ese compadre es...»; y él se confesó que sí, que era como ella decía y que de igual manera debía ser verdad lo de que «un hombre no se pare como un perro y lo de las varas de las rosas rojas en el alba de espinas que aguardaba.

Oyó a alguno diciendo afuera, «pica la calora, pica»; y se percató de que sudaba con sudar salobre y fuerte, de olor agrio y repulsivo, de negro ensoca-vonado.

Y, en verdad, él se vio así, ensocavonado, preso, víctima de un compadre que no era ningún compadre; y por ese pensamiento imaginó ver el alba –como cuando uno abre una pestaña y ve al mundo abriéndose, primero de afuera hacia adentro y luego de adentro hacia afuera– y recordó a la mujer, rompiéndose como una rosa desde la noche profunda hacia la aurora sangrienta.

Entonces vino alguien y miró por la ventana y algo dijo que él no escuchó; pero sonó más tarde un clarín alto y fuerte que lo hizo entender. Se quitó la camisa, despacio, y así, sí le picó el sol sobre el cuero desnudo, la carne prieta de mestizo como una vara de rosa con espinas menuditas.

«Ese compadre Ruperto...», se dijo al recordar la diana; pero no con la frase de ella, sino con el odio suyo y preguntándose –porque debía ser ya la hora– si habría ido Matea y si sus manos estarían, como en otra ocasión lo estuvieron, abriéndole paso a la vida. Y allí la tuvo de nuevo, en el monte, alta la cintura y ancha la cadera, firme y resuelta, con ese ademán suyo desconcertante, haciendo sola su fuerza, volcándose entre desesperada y gozosa de las entrañas hacia el mundo.

«Para zamparle un macho a Marcela»..., creyó oír. Y vio entonces, ciertamente, a Ruperto García, no ya en la tarde de tienda cuando jugaba dominó y él le dijo: «Marcela tuvo una niña», sino en la plaza, entre su tropa de cholos y negros patianos –la misma figura y el mismo bigote– aguardándolo; y entendió por qué la mujer antes de volverse contra la pared y quedarse dormida, dijo las palabras que por más que hizo nunca antes pudo desentrañar.

Esto de ahora era sólo el nudo final y doloroso de gestos antiguos y maneras de mirar, también antiguas, que no había notado o no había querido notar; era algo que tenía mucho que ver con muchas otras cosas y con esa tarde que el coronel se fue a lo largo de la calle polvorienta con el sol sobre los hombros.

Eso era todo.

O tal vez no lo era; porque un cholo descorrió el cerrojo e inundó la celda de amanecer. Él salió siguiendo al hombre hasta la plaza donde ya el coronel tenía la cholada en formación; y por entre ésta pasó, casi indiferente, notando únicamente que el banquillo, destinado a doblarlo más tarde, daba frente a la banda de guerra –tres negros de tambor y un blanco, corneta, de cara amarilla como bilis– y que le tocaba también darle la cara a García.

El mozuelo amarillo del clarín hizo la cara a un lado, levantó su instrumento, y sopló por él un son estremecido. Le divisó claramente el carrillo inflado y el punto rojo en medio, donde apuntaba el esfuerzo, y pensó de inmediato en una postema grande con el ojo a punto de reventar. Y eso mismo le trajo, como un ritornello perenne, la frase de Marcela en el monte y el sonido de «eso» al salir, dejándola exacta, con los flancos iguales a dos faldas a las que se le hubiera derribado de repente un cerro. Luego volvió a ver a Matea en la mecedora, haciendo el duerme–vela, mirando la rosa roja y convulsa, atenta al «todavía–no» para dar respuesta a sus urgencias.

No pudo recordar más, porque en ese preciso momento cayó sobre su espalda una vara larga que le dejó un camino ardoroso. Y luego vino otra, y otra más; y fue en eso cuando tuvo la conciencia vaga de estar haciendo eso mismo que hacía cuando iba al patio y se acurrucaba mientras miraba pasar el río ancho y perezoso. No tardó en sentir por entre las piernas algo tibio que se escurría. Le ardía la espalda como una llaga viva. Quiso gritar, quejarse; pero vio al coronel al frente, se dijo que un hombre era siempre un hombre, y se tragó el dolor como Marcela se tragaba el suyo al revolcarse con el primero que causa siempre la vida.

Volvió a alzar la mirada hacia él; pero sólo vio al cornetica pálido haciendo a un lado el rostro con la postema hinchada y su punto rojo; luego advirtió, asunto que no había advertido, las manos negras haciendo bailar sus palitos sobre el cuero. Claro los vio brincar como si quisieran, de pronto, correr de ese sonar que sólo terminaba al diluirse la última quejumbre del corneta.

Y otra vez el varazo; y también otra vez el cornetín y los tambores y también el dolor de alfileres clavados entre los riñones.

Por entre el ojo acuoso observó a un cholo y le pareció que se doblaba o derretía como cristal fun-dido.

Percibió lejana la voz de García gritando: «La sal, carajos, la sal», y, para sí, se dijo que no iba a resistirla en la espalda llagada. Le iba suceder igual cosa que al hombre a quien una vez le cantaron su dianazo y se quedó doblado para nunca ya más. Y abrió grandes los ojos para mirar por vez postrera ese trozo de tierra, como para que se le quedara pegado a las retinas. Pero vino lo que tenía que venir: un incendio atrás; los nervios que saltaban ensoberbecidos y juntaban un dolor con otro para formarle uno grande, insoportable. Arqueó los lomos como potro chúcaro con la molestia del jinete, como para quitárselo y arrojarlo lejos, pero esa cosa seguía allí ardiente, metida entre la carne dolorida. Y le pareció que al dirigir la vista al frente el alba se le cerraba, e imaginó que se la estaba sorbiendo por los ojos, de afuera hacia adentro. Escuchó, como entre quien duerme y no duerme, una voz diciendo:

–Es un hombre, carajo, es un hombre...

Y él, sin saber por qué se acordó una vez más de Marcela y las varas y las rosas rojas, todo en uno, confundido; y recordó eso de ella en el monte y su manera de ser imperativa, mientras el mundo se le iba diluyendo en una masa de sombra densa. Y se escuchó con voz desasida, sola y vaga, diciendo:

–Sabía que iba a ser un hombre...

Y luego se le perdió todo en un lejano sonar de cornetas y tambores.

Fue en el 901, durante la guerra de los Mil Días, y una vez que un mentado coronel García, de las fuerzas de la legitimidad, entró a un pueblo dormido en una orilla del río Telembí.

* Diana: práctica de la guerra de los Mil Días. Consistía en azotar con varas de rosas, al amanecer, al son de bandas marciales, a quienes caían en manos de las fuerzas en pugna. Casi nadie sobrevivía a tan bárbara costumbre.

José Chalarca

Mozart en desconcierto

¡Por qué diablos no hacen ropa para niños! Confieso que no puedo querer ese retrato que me hizo Lorenzoni en el que aparezco luciendo el traje que mandó a confeccionar para mí la emperatriz María Teresa. Es más, a veces siento que lo odio. No porque esté mal pintado o le falte calidad sino por la imagen que proyecta: ¿Soy un niño de seis años disfrazado de adulto? ¿Soy un adulto enano que se confunde con un niño? O, a lo mejor, es el fantoche de lo que mi padre, Leopoldo, quiso hacer de mí: un adulto metido en el cuerpo de un niño para ganar a su costa dinero y posición.

¡Maldita sea! No lo sé. Lo único cierto es que cada vez que lo miro me enferma. Y el vestidito de marras, confeccionado con las mejores telas del mercado vienés, recamado con los adornos más finos, me vistió para muchas otras galas que tuvieron lugar después de la de la noche en el palacio de Shoenbrunn cuando toqué, en compañía de mi hermana Nannerl el primer gran concierto de mi vida. Por varios años fue lo primero que empacaron en mi equipaje, pues, para regodeo de mi infortunio era demasiado fino y yo no crecía mucho.

Pero no es solamente eso lo que me angustia. También mi padre con su actitud. Creo que nació con el corazón arrodillado, siempre detrás de los ricos y de los poderosos para sacudirles el polvo de los zapatos y adularlos hasta la abyección si era necesario para impulsar mi carrera o lograr la plaza de director de orquesta en la corte de cualquier noble.

En ocasiones siento como una maldición mi facilidad para la música. Que bien mirada no es extraña porque mis primeros pasos los di entre partituras, y papá que no era ningún tonto, se dio cuenta inmediatamente de que lo que no le había deparado su talento de compositor, intérprete o maestro, se lo podría dar yo si manejaba bien mis habilidades. Y acometió la tarea sin ningún prejuicio.

Él mismo me enseñó a leer y a escribir. Andaba por los tres años cuando cogí el manual que había preparado para que mi hermana tocara el clavecín. Fue mi primer encuentro cara a cara con la música que se constituyó desde entonces en mi paraíso y mi calvario.

No quisiera admitirlo pero me da vueltas y vueltas en la cabeza la idea de que más allá de ser su hijo soy su negocio, su fuente de ingresos. Hasta ahora no he escuchado cómo habla de mí, cómo me presenta, de qué discurso se vale para ofrecer mis conciertos y ponderar mis virtudes de compositor precoz. Sin embargo, por el gesto del público que asiste a mis presentaciones, deduzco su desencanto por no encontrar en mi corta anatomía el prodigio sobrehumano que les vendieron.

Gracias al apetito desmesurado por el dinero que aguijonea la voluntad de mi padre no logro sentirme de ninguna parte. Mis relaciones sociales son nulas, no tengo compañeros de juego ni amigos. Soy el más solitario de los solitarios y el más paria de los parias. La primera gira de conciertos que se inició cuando yo tenía seis años se prolongó por tres y en su curso llegamos hasta Londres. Mis presentaciones dieron para los gastos de transporte, de hoteles, de posadas y no sé para cuántas cosas más. Nunca he sabido el monto de lo que recaudó en efectivo y en regalos que luego convirtió en numerario. Seguramente fue muy grande.

Mi querido Fritz, perdona si te fatigo con esta confesión de parte; tenme un poco de paciencia y escúchame porque, si no lo cuento me ahogo. He compuesto infinidad de piezas que tiro aquí y allá. No me preocupa ordenarlas porque sé que luego vendrá un tal señor Koechel quien se ocupará, por amor a mí y a mi obra, de clasificarlas rigurosamente. Él llegará a saber de mi música mucho más de lo que yo sé. En ella hay de todo: sonatas para violín, sonatas para piano, para piano y violín, para vientos, música para conjuntos de instrumentos, óperas, misas, oratorios, canciones. Pero ¿sabes qué es lo que me resulta más doloroso y humillante? Que muchos no creen que sean mías y han tenido el descaro de someterme a pruebas extenuantes como componer piezas sobre temas propuestos por las gentes en plazas públicas. El mismo arzobispo de Salzburgo, incrédulo de los éxitos que con seguridad había exagerado la charla fanfarrona de mi padre, tuvo el cinismo de encerrarme durante ocho días para que compusiera un oratorio, prueba que cumplí a cabalidad y que me ganó la confianza del prelado e hizo posible la representación de mi ópera La Finta Simplice.

A estas alturas no se si quiero a mi padre. Soy conciente de lo que hace por mí y tengo muy claro que yo, solo, no hubiera llegado a donde estoy –si es verdad que estoy en alguna parte–. Pero, también lo siento pegado a mí como una sangujuela chupándome la sangre y la vida. No me deja un instante a solas, siempre está a mi lado o detrás de mí como si fuera la proyección de mi sombra. No me permite la más insignificante intimidad; está como metido entre mi carne y mi piel para impedir cualquier tentativa de que me asuma, de que sea yo, como si temiera que eso lo sacaba de mi entorno con lo que perdería entonces su carácter de empresario, no, de dueño y curador de la gallina de los huevos de oro y de su promisorio corral.

El estudio y la composición han ocupado todas mis horas. Él programa cada movimiento; cada minuto de mis días. Su sobreprotección es tan exagerada que en ocasiones pienso y siento que no puedo nada sin él, que ha hecho de mí un perfecto inútil. Estudio y compongo pero no lo que yo quiero sino lo que mi padre cree me puede, corrijo, le puede servir, y creo la música que quieren los que pagan el encargo. Única y exclusivamente lo que es la moda del momento en el estilo y a la manera italiana, la que impera por ahora en el mundo musical.

Lo que me saca de quicio con más fuerza al componer piezas por solicitud de clientes, es la suerte que corren en la interpretación. Las que tienen por destino el lucimiento de quien las pide para festejar un cumpleaños, una boda, la visita de algún personaje. Si las ejecuta una buena orquesta sólo se resiente por la falta de atención de la concurrencia para la que acaba siendo la cortina sonora de su charla o el elemento que mimetiza el eco del último chisme.

Las que corren con peor suerte son las que compongo para ser interpretadas por un príncipe o cualquier noble que aporrea el piano o azota el violín. Pero éstas, al menos, me brindan la oportunidad de cobrar venganza porque la aparente facilidad interpretativa que les imprimo hace sudar gotas de su preciada sangre azul cuando las tocan.

¡Oh Fritz, amigo! Hay días –y hoy es uno de esos, en que me angustio hasta la desesperación por esta vida que llevo. Entiéndeme, no es la música ni la carga que acarrea mi condición de niño prodigio. No. Lo que me desespera es que no pueda ser quien creo ser, el adolescente que fisiológica y emocionalmente soy. Que no pueda disfrutar de la haraganería inconsecuente que les cabe a los seres humanos de mi edad. Cómo me gustaría experimentar la sensación que produce escaparse de clase para jugar o darse un chapuzón en el río.

Pero yo no tengo derecho a eso porque siempre estoy en función de figura pública, porque eso no le queda bien a un ser prodigioso de la talla que dicen soy yo. ¡Al infierno todo! ¿De qué vale ser tan brillante si no puedo desahogarme cuando el cuerpo lo pide?

Dizque soy un gran músico, dice toda Europa. Vaya gracia, y no se me permite escribir la música que quiero, la mía, la que pide pentagrama desde lo más profundo de mi ser, hecha de mi sangre, de mi entraña, de mi hiel. Me está absolutamente vedado dejar traslucir el más insignificante tono de tristeza, que refleje la angustia que me atenaza el alma. No puedo permitirme el lujo de sentirme y, menos aún, de mostrarme desesperado. Esa, Fritz, es la razón por la que gran parte de la música compuesta por mí hasta ahora, está en modo mayor.

Hoy siento que he llegado al límite y sería capaz de cualquier cosa. Nos mudamos de casa y aunque la nueva es mucho mejor que la que habitábamos, todo está desordenado. Extraño mis rincones y mis cosas que siguen empacadas no se en qué fardos. Mira, creo que se me exige demasiado: hemos realizado varios viajes a Italia en los últimos tres años y no han sido ningunas vacaciones porque estuvieron copados por conciertos y extenuantes jornadas de estudio con los compositores más destacados de las distintas ciudades que visitamos. El solo ajetreo de los caminos y los carruajes incómodos es ya suficiente para dejar fuera de combate al campeón más esforzado y yo soy apenas un niño.

En estos últimos días después de mi regreso de Viena y a escondidas de papá que en gracia del trasteo me ha quitado los ojos de encima, compuse esta sinfonía en Sol Menor que te encargo guardes bien mientras nos instalamos del todo en la nueva residencia y encuentro un buen escondite en el cuarto que me asignen. No digas a nadie que la tienes.

Fritz, en esta pequeña sinfonía derramé todas mis congojas y estoy seguro de que es lo mejor que he logrado componer hasta el presente. No creo oportuno darla a conocer por el momento: las síncopas reiteradas del comienzo, el dramatismo de la caída de séptima disminuida, los acordes que dan las cuatro trompas no son lo que la gente quiere oír y, seguramente, mis enemigos dirán que la pieza, toda, es un atentado contra el buen gusto establecido por la dictadura de la música italiana.

Queda en tus manos. Publícala y hazla ejecutar solamente si algo grave e irremediable me ocurre.


José Chalarca. (Manizales - Colombia, 1941). Autor de los libros de cuentos: Color de hormiga (Colcultura, 1973); El contador de cuentos (Imprenta de Caldas, 1975); Las muertes de Caín (Común Presencia Editores, 1995); y de Ensayo: Yourcenar o la profundidad (Imprenta de Caldas, 1989) y La escritura como pasión (1996). Ha escrito además una decena de libros sobre el tema del café

Ignacio Ramírez

La toalla de Tirofijo

Por razones de oficio fui testigo de las reacciones de Tirofijo cuando se enteró de la noticia que estaba en la primera página del diario, en un titular grande y vistoso bajo una foto del Don con su toalla roja terciada sobre el hombro derecho, la mano zurda apoyándola para que el viento no se la llevara monte adentro, la cachucha verde, nueva, ladeada hacia la izquierda por consejos provenientes de otras tierras supuestamente socialistas donde los manuales de protocolo mandan que todas las puntas de todas las cosas señalen hacia ese flanco por razones simbólicas subliminares que son las que obran de manera horadante en estudiantes y obreros y sindicalistas y toda suerte y toda desgracia de buscadores del norte del universo. Al lado, en la gráfica bajo el titular, el presidente en manga corta y con mayúscula en el título. Daba risa verle el bigotico de roedor y palparle el nerviosismo que inducía a pensar si provenía del miedo a la posibilidad de una retención alevosa y repentina en plena selva o de la payasada de andar de tú a tú todo un muchacho del Sancarlos con el arisco combatiente que sonreía de soslayo pensando en la diablura cumplida de haber obligado al mandatario Lázaro María a ir hasta su guarida montuna a suplicarle treguas y equilibrios porque nada diferente a la abyección había funcionado. Mientras más asqueroso sea el cuchuco más copiosas serán las votaciones le había enseñado su pater primo que de alguna manera fue también su alter ego oportunista.

La toalla de Tirofijo será pieza de museo, decía el titular de lado a lado. La foto era de archivo memorable: cuando el presidente supuso conjurar los varios miles de muertos por violencia registrados durante los últimos años con un viaje al atrio de la selva y un centenar de imágenes dándose la mano con Donmán, quien sonreía con idéntica fruición y picardía a la del lindo pulgoso, un perro estrato seis de malas pulgas que se burlaba de sus amos en la televisión igual que allá en el monte los matreros se carcajean de presidentes, ministros, congresistas y cuanto el diablo en su maldad nos dio. De Tirofijo uno pensaba que sería un jayanazo, un hombrote casi juancharrasqueado pero no un ancianito enclenque que si en lugar de botas pantaneras llevase zapatillas rojas y si cambiara el poncho y los driles por emperifollamientos bien daría para obispo y hasta para cacao pero no un hombrecito enclenque como los chamizos de los sauces en invierno. Y eso es. Así parece.

Eran las cinco y treinta de la mañana y hubo un silencio largo que permitió a las últimas aves de la noche camuflarse y ocupar sus estacas en los perezosos árboles del sueño. Tirofijo sonrió con sorna idéntica ya crónica. Abrió los ojos bien abiertos. Se caló las gafas marco imitación carey que el sumo pontífice le había mandado de regalo desde el vaticano cuando uno de los flamantes comandantes por ironía apellidado reyes fue a postrársele de rodillas a pedirle perdón por los pecados y rendirle pleitesía a pocos días de haber volado un pueblo entero con cilindros de gas activados con una mecha larga y lenta. Leyó en silencio el titular una y otra vez y muchas veces más y aún otra más. Luego se fue hacia la orilla del río y desde alli gritó auuuuúúúú y silbó como un autillo desvelado, que era la forma de llamar a Carmen Flora, quien al instante estuvo atenta a las órdenes del jefe supremo quien le dijo compañera tráigame los retratos y ella partió sin decir nada corriendo como un gamo al campamento que sólo dios y ellos sabían dónde estaba en medio del tupido ramalaje de la selva, cerca, sí, en todo caso, porque la compañera Carmen Flora volvió muy pronto con un retratero viejísimo, por lo amarillento, y lo depositó sin chistar en la piedra más cercana a la soberbia pero ya esmirriada humanidad del comandante superior, quien apenas sí se percató del cumplimiento sigiloso de su encargo. Se hallaba ensimismado leyendo el titular de la toalla y del museo, aunque prestaba mayor atención a la fotografía donde estaba con Lázaro María a quien veía y sentía como si se tratara de una cucaracha atrapada por una trampa de ratones. Más silencio y más largo. Y un pensamiento rotundo: dios me concederá la gracia de ganar la guerra, que si ya el enemigo viene a buscar migajas en la palma de mi zarpa, es buen presagio. Con la mano derecha sostuvo el diario. Con la izquierda acercó el álbum que Carmen Flora había dejado sobre la piedra. Una salamanquesa brincó y luego se camaleonó en la yerba. Tirofijo miró con atención su traje que estaba lleno de cuquecas camufladas en la tela. Todas saltaron y se fueron por el mismo camino de la lagartija. Don Tiro se miró en la foto del periódico y por primera vez tuvo la sensación de estar frente a un espejo. Y por primera vez también sintió el peso y la importancia de su toalla al hombro y la insignificancia amedrentada del señorito del bigote pidiéndole cacao y puesto allí donde no tenía nada qué ir a buscar, como si se tratara de una ladilla invitada a una fiesta de serpientes o de un burricornio en el arca de Noé.

Donmán leyó esta vez todo intentando hacerlo de corrido aunque esa era una penuria y un deseo jamás cumplidos. Me moriré sin aprender, pensó. Y recordó que ya tenía más de setenta años. Palpó su piel y calculó sus arrugas para concluir que había perdido el tiempo y que ya no era hora de aprender. Y se dio a la tarea, sin pedir ayuda como hacía casi siempre que deseaba saber y comprender qué decían las noticias de los diarios: Latoa lla deti rofi jo serápie za de mu seo. Y la leyó y la repitió y la leyó y la repitió y la leyó y la repitió mil veces y así letra por letra palabra por palabra frase por frase punto por punto y coma por coma y no desayunó ni almorzó y un poco más allá de la hora de ángelus leyó de un viaje: La toalla de Tirofijo será pieza arqueológica. Podría ser expuesta para el público si el líder rebelde accede a donarla. La jefa del primer museo de la república opina que el ansiado trapo sería el principal vestigio de una colección de objetos de la guerra que así perpetuarán la nefanda noche eterna de violencia que vive este país andino donde en los últimos diez años ha descendido considerablemente el índice de muertes naturales apabullado por todo tipo de masacres. La noticia ha cundido como un escalofrío por la columna vertebral del pueblo. Unos dicen que sí, que la toalla hará recordar la sangre, el sudor y las lágrimas que son el pan de cada día en este pueblo hambriento. Y otros se oponen: que no, que no hay derecho, que cómo mientras más de cinco mil compatriotas permanecen secuestrados en poder de los bandoleros se les va a rendir honores mostrando sus andrajos en museos. Pero la dueña del emporio de cadáveres de cosas inservibles se defiende: mostrando los elementos del drama podemos comprobar de qué tamaño es la tragedia, ha dicho, cómo no tener por ejemplo las trenzas de Manuela Beltrán o las pestañas de Policarpa cómo no haber conservado siquiera la cáscara de un banano de la masacre de las bananeras. Y ha retrocedido: no se trata de exaltarlos sino de cuestionarlos. No de exhibir los objetos sino de guardarlos en un baúl de sanalejo y mostrarlos a su debido tiempo en siglos venideros a las generaciones que entonces disfrutarán la paz y verán cómo se hizo la guerra en estos tiempos bárbaros.

Donmán que así le dicen por llamarse Manuel desde la pila es hoy un hombre tosco y viejo, ya septua-genario, que ha pasado toda su vida en el monte. Él mismo es producto de la violencia sempiterna que asesinó a sus padres y a sus familiares y a sus amigos y vecinos y no le dio diferente opción a la de guarecerse en las montañas desde donde siempre ha sido el cabecilla que hoy comanda a más de 20 mil hombres insurrectos y combate contra otros sublevados lo mismo que contra soldados y cuanto ser o sombra se le atraviese porque ahora ya no quedan guerrilleros sino bandidos y bandoleros en una guerra de todos contra todos donde ya nadie sabe quién es quien y todos roban y asaltan y narcotrafican y matan o mueren sin saber por qué. Una guerra donde la toalla ya no se usa tanto para secarse después del baño o para protegerse la nuca de los rayos del sol o para enjugar o ventear el calor sino quizás como símbolo tácito de los trapos al sol, a falta de bandera.

Yo vi llorar a Tirofijo. Se quitó los anteojos y se le humedecieron las pupilas. Un par de lagrimones bajaron se le desprendieron y descendieron con lentitud conmovedora por sus mejillas. No se las enjugó con las manos ni con la vieja toalla roja que portaba al cuello. Simplemente las dejó rodar y caer como un badajo de bronce invisible sobre las piedras del reborde del río. Y así lloroso y ciego como un Borges amnésico tanteó con las manos hasta tocar y asir el álbum de las fotografías pero como los ojos empapados opacaban las imágenes buscadas, sin desprenderse del objeto estiró los labios y sopló un infinito fuifuifui al tiempo que por la espesura de la selva aparecía vertiginosa Berenice con una toalla blanca ya dispuesta para secar los lloros del altísimo que cuando silbaba su infinito fuifuifui ya todo el mundo sabía que era para eso, porque los guerrilleros también lloran. Volvió a ver con sus gafas careyanas. Foto tras foto repasó su vida. Sus toallas: ah, esta carmelita me recuerda a Marquetalia dijo mirando a Berenice quien permanecía impávida y esta punzó se la cambié al subcomandante Marcos por un pasamontañas y esta bien verde oliva por una boína al Ché y esta rayada amarillenta por una medallita al papa y esta otra gris a fidel por un tabaco y Berenice sonreía como la Gioconda descolgada y Tirofijo entonces le ordenó vaya compañera tráigame todas las toallas que tengo en la caleta del cambuche y eran las cinco y treinta de la tarde y los cuervos comenzaban a desperezarse y los loros regresaban de sus volátiles andanzas cuando la Berenice volvía con media tonelada de toallas de todos los colores en sus brazos y el comandante compañera que nos coge la noche y ya no se ven bien los tonos y en efecto la luz se hizo crepúsculo y Don Tiro ya no pudo distinguir sus toallas por colores y urdió la selección auscultando por olfato los efluvios de sus harapos y después de un tiempo tan largo que ya todas las aves nocturnas andaban revoloteando enlunadas como los poetas que escriben nocturnos el guerrillero más viejo de la tierra sentenció no díganle a la jefa del museo que no le regalo toalla alguna para sus vitrinas que si quiere venga a buscarla en persona y tomó una que ya había seleccionado y la olió y la olió y la volvió a oler cien veces cada vez con mayor asco y ordenó pero esta sí esta sí esta que huele a mierda llévensela de regalo al señor presidente y díganle que por aquí se le recuerda mucho.

* * *

Nota aclaratoria perentoria: soy inventor de historias y por razones de oficio fui testigo de las reacciones de Tirofijo cuando se enteró de la noticia que estaba en la primera página del diario.

Ignacio Ramírez. Escritor y viajero, activista cultural y director de Cronopios –Diario virtual que llega con las más destacadas noticias colombianas del arte y la cultura a más de 50 mil suscriptores gratuitos en los 5 continentes (para afiliarse sólo necesita solicitarlo a cronopios@cable.net.co). Ha organizado más de 20 festivales de cultura colombiana en diferentes lugares del mundo sin aceptar y menos recibir apoyo oficial, para mantener libre e independiente su derecho al ejercicio de la crítica. Escribe novelas, cuentos, poesía, ensayos, columnas de periódico y todo género de textos desde donde pueda sustentar la urgente necesidad de una alianza capaz de aplacar a los violentos.

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© Ignacio Ramírez

Nancy Noguera

El viaje

Perhaps my best year are gone…
but I wouldn’t want them

back. Not with the FIRE in me now.

Samuel Beckett

El tren se detuvo despacio, con un suspiro sostenido. Tomé el maletín y llamé al niño que seguía abstraído, mirando a través de la ventana oscura, ya sin paisajes.

Habíamos hecho la mayor parte del viaje en silencio, de vez en cuando me inclinaba para preguntarle al oído: «¿Cuál es tu nombre?». El chico, sin volver la cabeza, repetía automáticamente el nombre que correspondía a su nueva identidad.

Cuando bajamos lo tomé de la mano para abrirnos paso entre el gentío de la estación. La pequeña mano estaba fría y húmeda, había heredado aquella particularidad de Nora. Su recuerdo me oprimió el pecho.

Busqué un mapa del tren subterráneo para orientarme. Al levantar los ojos pude ver de nuevo, a lo lejos, al par de hombres que intentaban pasar desapercibidos. En un gesto mecánico miré alrededor buscando una vía de escape, pero enseguida me dije que esta vez no quería escapar; la última frase se quedó fija por algunos segundos en mi mente, sin querer sonreí. En el subterráneo los hombres se colocaron a escasa distancia de nosotros fingiendo leer el periódico. Con los años yo había desarrollado una serie de fobias a los espacios cerrados y estrechos, a los lugares llenos de personas, a los agentes escondiéndose tras un diario, a las miradas de los extraños. A cada minuto mi ansiedad crecía. Sin darme cuenta apreté la mano del niño con tanta fuerza que éste la libró emitiendo un quejido. Hubiera querido disculparme, abrazarlo y decirle cuánto sentía todo aquello, pero era tarde, pronto él estaría a salvo de mis torpezas.

Me quedé viéndolo mientras se acariciaba el miembro adolorido. Era un chico de facciones delicadas, pequeño de talla, con unos ojos expresivos y un carácter huraño. A veces tenía compasión por él, era muy joven para tanta gravedad.

Mi hermano y su mujer nos esperaban. Ni siquiera tuve que acercarme a la recepción para indagar el número de la habitación. Un par de manos bruscas se posó sobre mis hombros y enseguida un abrazo que me hizo perder el equilibrio me sorprendió en el vestíbulo del hotel. Él había envejecido, la frente se había ampliado y el escaso cabello lucía blancuzco alrededor de su rostro redondo y rosado. La mujer aún mostraba los signos de su antigua belleza, aunque el tiempo había trabajado ablandándole las facciones. Muy alta y elegante, vestida con ropas demasiado pesadas para el verano, sus modales denotaban la buena educación recibida en el colegio católico.

América podía haber cambiado la vestimenta de mi hermano, pero sus maneras seguían siendo las del torpe muchacho que yo conociera en Derry. Tenía buen corazón, un poco desconfiado e iracundo. En su juventud había hecho fama con los puños, tanta, que tuvo que marcharse en un carguero sin despedirse de nadie. Al parecer, la dulzura de la esposa había logrado domesticarlo a medias.

Nos llevaron a la habitación donde tenía confites y juegos para el chico y una botella de whisky para mí. Mientras la mujer y el niño se entretenían destapando cajas y desparramando su contenido sobre la alfombra, los hombres nos servimos un trago. Después de once años sin vernos seguíamos sin mucho de que hablar. Seguramente ambos pensábamos que cualquier tema podría arruinar aquella tregua que tenía un único propósito.

Entregué a mi hermano los papeles mediante los cuales Nora y yo le cedíamos al niño en adopción. No había sido trabajo fácil convencer a la madre de aquella alternativa. Aunque había visto al niño escasamente, ella albergaba la esperanza de algún día convivir con él. Sólo cuando le hablé de mis planes y de mi imposibilidad de llevar el chiquillo conmigo accedió a mi propuesta. El último día, sin embargo, se negó a verme, finalmente el abogado contratado por mi hermano obtuvo la firma de los documentos.

Con Daly, el químico, había estado la tarde entera trabajando con mi mujer en el desván de su casa, todo estaría listo para la noche siguiente. Con certeza una embarazada no despertaría sospechas y podría irrespetar el toque de queda con el pretexto de un malestar. Antes de la medianoche allanaron la casa. Nora dio a luz en prisión. Cuando me entregaron al niño una semana más tarde, era una masa colorada que dormía durante el día y chillaba sin descanso por la noche. Mis compromisos aumentaban cada semana, el pequeño crecía un poco salvajemente aprendiendo costumbres de gentes diversas. A veces me costaba encontrar quien quisiera quedarse con él algunas horas. Los amigos sabían que yo podría tardar semanas o meses en volver.

De vez en cuando la mujer levantaba la vista y buscaba los ojos del marido queriendo interpretar el estado de las conversaciones. Mi hermano y Nora nunca se habían conocido, sin embargo él simuló interés en su situación.

–¿Cómo está ella?

–Aún no se resigna, cree que en pocos años podrá apelar.

Suspiró con impaciencia: «¿Y entonces…?»

–No, con el chico no hay problema, ahora es legítimamente de ustedes. De todos modos América está demasiado lejos… sean bondadosos con él. «Y justos» debí agregar, pero la voz se negó a salir.

Bebí un trago largo y me puse de pie. Mi cuñada vino a despedirse, el niño no quería separarse de sus nuevos juguetes, así que me marché rápidamente evitando el abrazo feroz que mi hermano parecía listo a darme.

Atravesé la calle y caminé diez cuadras. Quería poner mis pensamientos en orden, controlar mis emociones, pero dentro de mí todo fluía atropelladamente, causándome malestar físico. A los veinticuatro años la vida se abría enigmática, misteriosa, atrayente frente a mí. Por momentos sentía flaquear mi voluntad. Yo había sido seleccionado entre muchos para la tarea más honrosa a la que cualquiera de nosotros podía aspirar; había dejado de ser el dueño de mi vida hacía mucho tiempo atrás, debía proseguir el camino. Mis manos temblaban levemente cuando arrojé el cigarrillo al piso, pero mis piernas avanzaron firmes. Atravesé un puente hacia el otro lado del muelle y me senté en un café a esperar, los dos hombres aparecieron de pronto y se instalaron en una mesa cercana. Comenzaba a caer la noche, sin prisa, serena, mi corazón palpitaba con ansiedad, toqué de nuevo mis documentos bajo la chaqueta, repetí las instrucciones mentalmente, a una señal previamente acordada me levanté y tomé un taxi al aeropuerto, el resto comenzaba a ser parte del misterio.

Derechos reservados
© Nancy Noguera

Juan Carlos Méndez Guédez

Sinopsis al fondo de la tarde

A José Balza

Primero, ordenar los detalles de la historia en una conciencia que sin ser predecible vaya creando una especie de «esfera», de burbuja, cuyos reflejos evidencien algo a punto de estallar. Luego borrarte, de forma que el texto no sea un guiño personal, una broma entre amigos para saborear junto al tintineo de los rones y la irrupción de Steve Perry. Eso sí, no jugar al truco de los finales sorpresivos, aunque así aparezca el primer problema técnico, pues los vectores del texto se comprimen dando una resolución que deseo suprimir.

a. El hombre de piel quebradiza y fría como la de un lagarto, perdido en su oficina, asediado por las puntadas de su estómago.

b. Su casa, una mujer de cabello crespo y continuo olor a verduras. Dos hijos boquiabiertos ante la fosforescencia irreal del televisor.

c. La mayor aspereza: Caracas, con sus vértigos, su fragmentación continua, y ese oficio de perenne mudanza.

d. El escape. Un morral con algunas ropas y un autobús que rasga la mañana con ruido asmático. Desde las ventanillas, largas y azules montañas estirando la luz hasta adquirir, lentamente, una prolongada forma de dinosaurios.

e. Un anciano de largas y blanquísimas barbas, inmune a su propio olor: una mezcla de cuero húmedo, moho, y toques sulfurosos. Luego, el sonido pendular de sus frases: «La verdad de tu camino te aguarda en la montaña después de semanas de ayunos y visiones».

f. La boca que repite durante meses el neutro sabor de algunas hierbas. Primeras visiones: un dragón que flota sobre las aguas y señala la montaña.

g. La mano del anciano otorgando el consentimiento. Luego caminos de rugosas malezas, de innombrables animales. La neblina apretada sobre el cuerpo igual que una ardorosa tela.

h. Al llegar al punto indicado, una cueva con las señales sagradas. Después una distante voz que musita. «Tras la puerta encontrarás tu verdad».

i. La puerta junto a sus ojos: inscripciones sobre la madera, una espiral que lo adormece. Al abrir, junto con el sonido chirriante de las bisagras, el sol, como una filosa materia encajada en sus párpados. Después de unos minutos, la nitidez progresiva de las formas: una calle de Caracas, los carros esperando furiosos el cambio de semáforo, su mujer y sus hijos en la acera de enfrente.

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© Juan Carlos Méndez Guédez

Wilfredo Machado

La otra cara del sueño

Para Abraham Salloum Bitar, poeta

Noé vio a lo lejos la caravana atravesando el desierto bajo la luz quemante del mediodía. Primero fue una nube de polvo creciendo como un hongo sobre las dunas amarillentas, luego la sombra de un genio agonizando en la arena, ciega dentro de tanto resplandor. A la caída de la tarde la sombra había tomado la forma de unos mercaderes que conducían a una docena de caballos árabes preparados para la guerra. Los hombres giraron alrededor del Arca galopando velozmente y agitando en el aire unas espadas curvas llamadas alfanje. El brillo del metal lo hirió en los ojos. Por un momento el resplandor lo dejó ciego. Ahora recordaba esa extraña luminosidad del acero que lo obligaba a regresar por un brillante pasadizo a la infancia. Al final del túnel la luz se hacía más intensa. Entonces vio al niño: caminaba mordiendo la piel dulce de un durazno bajo el cielo de la tarde; un mono tocaba un platillo y lanzaba porquerías a los mendigos de la plaza. Al otro lado un ciego recitaba las antiguas escrituras y leía el futuro a los soldados por unas cuantas monedas. El sol inundaba las tiendas de un vapor tibio que descomponía los alimentos. El niño se detuvo en la fuente y sumergió su cabeza en el agua. Después trepó a un muro de piedra a cuyo pie dormían los camelleros, y desde allí divisó el cuadrado perfecto de la plaza y los minaretes que ascendían en la luz dorada junto a las cúpulas perfectamente blancas como huevos de pájaros. Luego bajó. Pasó a un lado de una vieja que vendía pescado y se tapó la nariz. En ese momento alguien lo hizo a un lado con brusquedad. Sobre el ruido ensordecedor de la plaza se elevó la voz de un hombre pidiendo silencio. Llevaba atada al brazo la banda azul del palacio. Leyó un edicto alzando la voz, luego enrolló el pergamino y desapareció entre la multitud. Los soldados se abrieron paso entre la muchedumbre arrastrando al prisionero. El hombre era de contextura delgada y no llevaba camisa; los huesos sobresalían de la piel curtida por el sol del desierto. Traía una soga al cuello, y miraba cada objeto, cada rostro, con la intensidad de quien se aproxima a la muerte. En ese instante vio el rostro del niño que lo observaba con asombro montado sobre unos sacos descoloridos de granos. La imagen del durazno pasó como una mancha dorada frente a sus ojos. No tuvo tiempo de ver mayor cosa porque los soldados lo obligaban a subir al cadalso, donde lo aguardaban un tronco y una cesta. La ciudad desaparecía a su alrededor: las tiendas infladas por el viento del desierto, el camino de piedras cubierto de un polvo grisáceo, las frutas pisoteadas por los caballos que despedían un olor a podrido. La plaza se llenó de un gran silencio. El verdugo subió con el rostro cubierto por una máscara, y obligó al prisionero a prosternarse. Luego levantó la espada que brilló como una lengua de fuego frente a la multitud ansiosa de sangre y, con un rápido movimiento, cortó limpiamente el cuello. La cabeza rodó hasta la cesta. Algunos curiosos se acercaron a verla. Tenía la boca entreabierta como a punto de decir algo, como si la espada hubiera cortado también la última palabra. El niño se acercó a mirarla. Permaneció en silencio largo rato, hipnotizado por la sangre que comenzaba a secarse en el tejido de la cesta. A su lado dos soldados bromeaban bajo los efectos del hachís. El viento frío y azul comenzaba a levantar desde el norte. La mirada inmóvil se perdía en el cielo junto con las primeras sombras de la noche.

Uno de los hombres a caballo se acercó, y sin mediar palabras arrojó un lazo corredizo con precisión sobre su cuello; la soga lo apretó hasta casi ahogarlo. Intentó protestar y otro lo golpeó con la empuñadura de un sable. Cayó inconsciente en la arena. Cuando despertó se encontró atado junto a unos esclavos que devoraban en la oscuridad un pedazo de pan. La cabeza aún le dolía. Respiró profundamente durante varios minutos; el aire frío lo reconfortó. Sintió el olor de un hombre que encendía una pipa haciendo un hueco con las manos para evitar el viento. Levantaron el campamento a la medianoche y caminaron durante tres días, descansando sólo lo necesario para reponer las fuerzas. Al atardecer vieron a lo lejos los muros de la ciudad dibujados contra la mancha amarilla del desierto. Habían llegado. Noé reconoció a la ciudad del pasado: Asmara. Había vivido allí con sus padres. Recordaba cada calle, la plaza, el camino de piedra que atravesaba la ciudad, las tormentas de arena que enterraban palacios enteros, el sacrificio de animales degollados junto al fuego para sentir que un dios con cabeza de pájaro estaba allí, en el resplandor de la hoguera consumiendo la grasa del animal en una llama azul y pura. Pero la ciudad a la que llegó era otra. Nada guardaba de la grandeza del pasado. Llegaron al anochecer y los encerraron en una celda húmeda. Trató de hablar con un guardia y fue golpeado nuevamente. No pudo dormir durante toda la noche. A través de una ventana con barrotes escuchó el murmullo del agua sacada del aljibe en la oscuridad, la respiración apagada de los esclavos dormidos sobre el piso de piedra, el llanto de una mujer del otro lado del muro donde la ciudad era una inmensa flor nocturna, el canto de un búho que devoraba a una rata en el patio de la prisión. La luz del amanecer lo encontró despierto mirando cómo las palomas picoteaban los restos de la rata. La claridad avanzaba sobre el muro de piedra. Descubría allí las grietas de donde salían las lagartijas a calentarse con el sol. A medida que pasaba el tiempo la luz avanzaba sobre el muro en un destello blanco y uniforme. Quizá en otra oportunidad –por ese deseo de aprender de las cosas intangibles– habría seguido a la luz hasta el borde mismo del aljibe, y habría observado con asombro cómo el agua oscura, donde flotaban algunas hojas, iba alcanzando lentamente el brillo y la intensidad de un incendio. Al fondo la rata era una mancha rojiza aplastada contra el piso. Las palomas también habían desaparecido. Ahora encontraba allí, en el patio desolado y silencioso, una forma de la belleza muy cercana al deseo de la muerte. Entonces agradeció a Dios por permitirle ver un nuevo día. En la tarde sacaron a los esclavos de la celda atados en fila como animales. Una mujer le trajo agua y un pedazo de pan. Noé intentó hablar con ella, pero ésta huyó, corriendo por el patio de la prisión hasta la puerta principal. Cuando la abrieron Noé vio el cadalso y la multitud que comenzaba a reunirse alrededor de la plaza. Entonces –como si una conciencia suprema guiara su pensamiento– entendió; aunque ya era tarde para la reflexión o el olvido. La celda se abrió y varios soldados lo amarraron, por último le ataron una soga al cuello. Intentó decir algo, pero lo obligaron a callarse. Caminó entre los soldados y la turba enardecida. Un hombre de un turbante blanco subió a un muro de piedra y leyó un edicto donde sólo reconoció su nombre. A su lado un mono arrojaba porquerías a los soldados. La vieja también estaba allí y el olor del pescado invadiendo el aire. Buscó instintivamente al ciego y lo encontró a su lado invocando al profeta y haciendo resonar la bolsa de las monedas. Ya lo subían al cadalso, lo izaban sobre el mar de cabezas a la tarima donde lo aguardaban el tronco y la cesta; pero él buscaba entre la multitud la silueta del niño, la mancha dorada del durazno, hasta que lo vio jugando con el mono montado sobre unos sacos de granos. En ese momento las miradas se cruzaron. Por primera vez entendía que todo viaje no es otra cosa que un viaje al origen, un regreso al principio de lo oscuro. En vano intentó reconocerse en el pasado: en una infancia de hambre y hogueras encendidas cuando los más viejos se reunían a contar las antiguas historias de los dioses que cruzaban el firmamento envuelto en llamas; donde las mujeres se iniciaban en el arte del amor y el abandono, y donde una daga valía más que el oro de los sueños. Miró por última vez las nubes por encima de las torres y la luz que se derramaba sobre las cúpulas alrededor de la plaza. El viento del norte comenzaba a levantar el polvo del desierto, tal vez una tormenta de arena. Pero ya era tarde porque las manos del verdugo lo obligaban a prosternarse.

–El círculo es la figura perfecta del universo. Toda vida no hace otra cosa que seguir el dibujo de un dios –dijo en voz baja, pero la espada había cortado limpiamente el final de la frase. Incluso, nadie llegó a escucharla.


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© Wilfredo Machado

Raúl Pérez Torres

Qué será de mí

La encontré una madrugada, descuajaringada, saliendo del Seseribó con su novio, un rubio que olía a porvenir dorado.

Llevaba los ojos a la espalda y la cartera en bandolera; uno de los tacones se había quebrado y con el zapato en la mano, desconsolada, golpeaba una y otra vez en la ventana del Bronco mil nueve noventa y tres.

El rubio le increpó de mala manera con su voz gangosa y ella se lanzó contra él, en cámara lenta, con un gesto tristemente alcohólico. El hombre, re­chazándola de un empujón, abrió la puerta, prendió la máquina y se alejó tumbando el triángulo del parqueo y gritando alguna blasfemia en inglés. Se sentó desconsolada en la vereda y empezó a hurgar desesperadamente en la cartera.

Me acerqué despacio y le ofrecí un cigarrillo prendido. Levantó sus ojos vidriosos entrecerrándolos y con esfuerzo me dijo:

–¿Eres milico?

–No –le dije–, es una chaqueta heredada.

Sonrió entonces y exclamó, ya segura:

–Soy una perversa en estado de pureza.

Luego empezó a llorar con dedicación con grandes suspiros, con gestos ambiguos, como si estuviera ahogándose, limpiándose la nariz con el dorso de su mano dormida.

Me senté a su lado en silencio, mirando cómo las lágrimas formaban un hilillo negro que iba de sus mejillas a sus labios, y empecé a recordar lo que decía mi tío Nacho con respecto a las lágrimas, lleno él también de soledad e ingratitud: “Toda gran pasión termina en una gota de agua. La memoria sólo existe para eso, para acumular olvido. Soportar la ausencia es el olvido”, y se tomaba su ron como quien está comulgando.

–Vamos –le dije dulcemente– te llevaré a tu casa. En estos tiempos un hombre no significa nada, peor si es gringo.

Se rió con ganas y se arrimó a mi hombro. Su cabeza pesaba, olía a tabaco.

–Vamos –insistí– ya es muy tarde.

La luna. Siempre la luna. Cara de tonta la luna a esas horas. Una hora antes yo había salido de mi casa, para enfrentarla (a la luna), para que me dijera de una vez y al aire libre lo que quería decirme a través de la ventana de mi dormitorio, mientras Viviana dormía a mi lado con la placidez de los cadáveres, y yo estropeaba la última pesadilla para levantarme decidido e ir tras su huella de plata. Pero ya no me importaba la luna. Me importaba ese juguete lloroso que a ratos se estremecía y lanzaba leves suspiros que iban dejando atrás al llanto.

–Está bien –me dijo limpiándose las lágrimas– me levanto si me das un beso.

Un beso. Sal, saliva y lágrima. Un beso que cubra mi agobio, la pesadilla nocturna, la mariposa negra de la cotidianeidad. Un beso entonces para comenzar a recorrer los laberintos del azar.

Echamos a caminar.

–John es mi novio –me dijo con una voz asustada–. Tengo un novio de porquería.

Entrelazó su mano a la mía y como siempre empecé a ahogarme.

Caminaba danzando, metiendo en su cuerpo la alegría de la madrugada. Por allí tomamos un taxi y ella dio una dirección. Los Sauces. Avenida de Los Sauces.

–Los sauces llorones –dije.

Ella se apretó contra mi pecho, alzó su rostro y me dijo:

–No me dejes sola, no esta noche.

Así que también ella. Así que el vacío era ecuménico. Así que esta luna regaba soledad por todas partes. Así que el miedo y la tristeza y la angustia viajaban en taxi por las calles de Quito. Así que nos iba creciendo como una nueva piel, como una nueva costra.

Sus padres vivían en la casa delantera, ella en el departamento de atrás. En el tiempo de las vacas gor­das ese departamento lo utilizaban las criadas. Pero ahora, tú sabes...

–Podrían despertarse –dije, mientras ella jugaba con las llaves como si fueran cascabeles.

–Siempre duermen como osos –me dijo. Duermen seis meses y seis meses trabajan. Son asquerosos. Legañas y ojeras.

Prendió la luz. Un dormitorio de juguete. Horroro­sos afiches de Frida Khalo sujetándose con hebillas todas sus enfermedades. Por allí un Chaplin que era un alivio. Un colchón en el suelo, libros tirados y en una silla de mimbre dos o tres calzonarios como ro­sas. Se acercó a la casetera y aplastó un botón. Un ronco estertor salió del aparato:

–Es Janis Joplin –dijo– me muero por ella. Me gus­taría atravesar su garganta. Prepara un bareto –mas­culló, señalando los libros del veladorcito–. En el li­bro de la Yourcenar hay un poco de hierba. Y luego fue al baño. El ruido de su vómito espasmódico, lar­go, hizo por un momento dúo a la voz de la Sony.

Cuando salió era otra. Pálida y bella como una vir­gen del medioevo, con una camisa de hombre por to­da vestimenta, un cuerpo desprotegido, falto de inso­lencia, un cuerpo de hermana, que me lo ofreció sen­tándose junto a mí. Con tristeza empecé a divertirme con los botones de su camisa, sus gestos eran tan in­tensos que me reprochaba la pasividad de los míos, y he aquí que de pronto sentí la bruja de su carne, bruja blanca apretada contra mí, violentándome, produ­ciéndome quejidos de asombro y de deseo. Se sacó la camisa y dijo:

–Por hoy basta de preámbulos.

Su cuerpo desnudo era un canto al arte de la bre­vedad, como esos cuentos perfectos que jamás escri­biré. La inteligencia de su cuerpo me avergonzaba como a un muchacho de escuela. Parada frente a mí parecía un templo, un templo percibido en sueños, un templo como el que alguna vez vi en Samarcanda, ¿fue en Samarcanda o en Pyong Yang?

–Eres bella –le dije, tomándola en mis brazos– eres un cuerpo para toda la vida.

Meandros, algas marinas, tacto del sueño, caballos galopando, caracoleando. Caricia infiel, solapada y abierta, espuma, más espuma, vértigo y vértice, im­precación su cuerpo, blasfemia. Ardilla perseguida y muerta y viva, túnel para llegar al otro día, mágico túnel por el que me estaba yendo, por el que me iba.

Y luego ¿qué? ¿El restallar de la mariguana viva, con su ojo abierto hacia el tumbado? ¿El cuerpo agradecido virado hacia el lado de la culpa? ¿La caricia submarina y nostálgica del tiempo que se va?

Las palabras empezaron a caer como una lluvia tenue mientras el día se sacaba la máscara. Palabras maltrechas apoyándose en el bastón de la promesa, de la ofrenda, palabras con esparadrapo para las llagaduras.

–No sé tu nombre –me dijo, mientras acariciaba mi rostro con su mano abierta– y sin embargo no he conocido nada más profundo. ¿Cómo es esto? Has hurgado mi vida, me has violado, me has robado, me has dejado sin mí. Quiero que me ames siempre, para siempre.

–Sí –le dije, apenas apenado, chupando uno a uno sus dedos húmedos– te estoy amando para siempre. La eternidad es sólo este momento.

–Eres un monstruo, un malo –dijo

–El azar produce monstruos –dije convencido.

–Y ahora ¿qué haremos? –dijo desconsolada–, ¿qué harás?

–Sobreviviré –dije–. Estoy acostumbrado a sobrevivir. Es lo único que el hombre contemporáneo ha aprendido: a sobrevivir. Somos los sobrevivientes de la post‑guerra, pero de la post‑guerra fría. En todo caso, parece que algo nuevo me llevo entre los ojos.

Sonó el teléfono. Un cadáver sacó la mano del ataúd.

–Sí, sí –dijo ella desde otra voz–, estoy bien. Eres un puerco. Okey, a mediodía, I want to talk to you.

Me vestí y salí. El sol de las once se clavaba en mi cabeza como un puñal. No sabía si pasar por mi hogar o irme directamente a la oficina.

Como Lázaro, eché a andar.


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© Raúl Pérez Torres