14.12.06

José Chalarca

Mozart en desconcierto

¡Por qué diablos no hacen ropa para niños! Confieso que no puedo querer ese retrato que me hizo Lorenzoni en el que aparezco luciendo el traje que mandó a confeccionar para mí la emperatriz María Teresa. Es más, a veces siento que lo odio. No porque esté mal pintado o le falte calidad sino por la imagen que proyecta: ¿Soy un niño de seis años disfrazado de adulto? ¿Soy un adulto enano que se confunde con un niño? O, a lo mejor, es el fantoche de lo que mi padre, Leopoldo, quiso hacer de mí: un adulto metido en el cuerpo de un niño para ganar a su costa dinero y posición.

¡Maldita sea! No lo sé. Lo único cierto es que cada vez que lo miro me enferma. Y el vestidito de marras, confeccionado con las mejores telas del mercado vienés, recamado con los adornos más finos, me vistió para muchas otras galas que tuvieron lugar después de la de la noche en el palacio de Shoenbrunn cuando toqué, en compañía de mi hermana Nannerl el primer gran concierto de mi vida. Por varios años fue lo primero que empacaron en mi equipaje, pues, para regodeo de mi infortunio era demasiado fino y yo no crecía mucho.

Pero no es solamente eso lo que me angustia. También mi padre con su actitud. Creo que nació con el corazón arrodillado, siempre detrás de los ricos y de los poderosos para sacudirles el polvo de los zapatos y adularlos hasta la abyección si era necesario para impulsar mi carrera o lograr la plaza de director de orquesta en la corte de cualquier noble.

En ocasiones siento como una maldición mi facilidad para la música. Que bien mirada no es extraña porque mis primeros pasos los di entre partituras, y papá que no era ningún tonto, se dio cuenta inmediatamente de que lo que no le había deparado su talento de compositor, intérprete o maestro, se lo podría dar yo si manejaba bien mis habilidades. Y acometió la tarea sin ningún prejuicio.

Él mismo me enseñó a leer y a escribir. Andaba por los tres años cuando cogí el manual que había preparado para que mi hermana tocara el clavecín. Fue mi primer encuentro cara a cara con la música que se constituyó desde entonces en mi paraíso y mi calvario.

No quisiera admitirlo pero me da vueltas y vueltas en la cabeza la idea de que más allá de ser su hijo soy su negocio, su fuente de ingresos. Hasta ahora no he escuchado cómo habla de mí, cómo me presenta, de qué discurso se vale para ofrecer mis conciertos y ponderar mis virtudes de compositor precoz. Sin embargo, por el gesto del público que asiste a mis presentaciones, deduzco su desencanto por no encontrar en mi corta anatomía el prodigio sobrehumano que les vendieron.

Gracias al apetito desmesurado por el dinero que aguijonea la voluntad de mi padre no logro sentirme de ninguna parte. Mis relaciones sociales son nulas, no tengo compañeros de juego ni amigos. Soy el más solitario de los solitarios y el más paria de los parias. La primera gira de conciertos que se inició cuando yo tenía seis años se prolongó por tres y en su curso llegamos hasta Londres. Mis presentaciones dieron para los gastos de transporte, de hoteles, de posadas y no sé para cuántas cosas más. Nunca he sabido el monto de lo que recaudó en efectivo y en regalos que luego convirtió en numerario. Seguramente fue muy grande.

Mi querido Fritz, perdona si te fatigo con esta confesión de parte; tenme un poco de paciencia y escúchame porque, si no lo cuento me ahogo. He compuesto infinidad de piezas que tiro aquí y allá. No me preocupa ordenarlas porque sé que luego vendrá un tal señor Koechel quien se ocupará, por amor a mí y a mi obra, de clasificarlas rigurosamente. Él llegará a saber de mi música mucho más de lo que yo sé. En ella hay de todo: sonatas para violín, sonatas para piano, para piano y violín, para vientos, música para conjuntos de instrumentos, óperas, misas, oratorios, canciones. Pero ¿sabes qué es lo que me resulta más doloroso y humillante? Que muchos no creen que sean mías y han tenido el descaro de someterme a pruebas extenuantes como componer piezas sobre temas propuestos por las gentes en plazas públicas. El mismo arzobispo de Salzburgo, incrédulo de los éxitos que con seguridad había exagerado la charla fanfarrona de mi padre, tuvo el cinismo de encerrarme durante ocho días para que compusiera un oratorio, prueba que cumplí a cabalidad y que me ganó la confianza del prelado e hizo posible la representación de mi ópera La Finta Simplice.

A estas alturas no se si quiero a mi padre. Soy conciente de lo que hace por mí y tengo muy claro que yo, solo, no hubiera llegado a donde estoy –si es verdad que estoy en alguna parte–. Pero, también lo siento pegado a mí como una sangujuela chupándome la sangre y la vida. No me deja un instante a solas, siempre está a mi lado o detrás de mí como si fuera la proyección de mi sombra. No me permite la más insignificante intimidad; está como metido entre mi carne y mi piel para impedir cualquier tentativa de que me asuma, de que sea yo, como si temiera que eso lo sacaba de mi entorno con lo que perdería entonces su carácter de empresario, no, de dueño y curador de la gallina de los huevos de oro y de su promisorio corral.

El estudio y la composición han ocupado todas mis horas. Él programa cada movimiento; cada minuto de mis días. Su sobreprotección es tan exagerada que en ocasiones pienso y siento que no puedo nada sin él, que ha hecho de mí un perfecto inútil. Estudio y compongo pero no lo que yo quiero sino lo que mi padre cree me puede, corrijo, le puede servir, y creo la música que quieren los que pagan el encargo. Única y exclusivamente lo que es la moda del momento en el estilo y a la manera italiana, la que impera por ahora en el mundo musical.

Lo que me saca de quicio con más fuerza al componer piezas por solicitud de clientes, es la suerte que corren en la interpretación. Las que tienen por destino el lucimiento de quien las pide para festejar un cumpleaños, una boda, la visita de algún personaje. Si las ejecuta una buena orquesta sólo se resiente por la falta de atención de la concurrencia para la que acaba siendo la cortina sonora de su charla o el elemento que mimetiza el eco del último chisme.

Las que corren con peor suerte son las que compongo para ser interpretadas por un príncipe o cualquier noble que aporrea el piano o azota el violín. Pero éstas, al menos, me brindan la oportunidad de cobrar venganza porque la aparente facilidad interpretativa que les imprimo hace sudar gotas de su preciada sangre azul cuando las tocan.

¡Oh Fritz, amigo! Hay días –y hoy es uno de esos, en que me angustio hasta la desesperación por esta vida que llevo. Entiéndeme, no es la música ni la carga que acarrea mi condición de niño prodigio. No. Lo que me desespera es que no pueda ser quien creo ser, el adolescente que fisiológica y emocionalmente soy. Que no pueda disfrutar de la haraganería inconsecuente que les cabe a los seres humanos de mi edad. Cómo me gustaría experimentar la sensación que produce escaparse de clase para jugar o darse un chapuzón en el río.

Pero yo no tengo derecho a eso porque siempre estoy en función de figura pública, porque eso no le queda bien a un ser prodigioso de la talla que dicen soy yo. ¡Al infierno todo! ¿De qué vale ser tan brillante si no puedo desahogarme cuando el cuerpo lo pide?

Dizque soy un gran músico, dice toda Europa. Vaya gracia, y no se me permite escribir la música que quiero, la mía, la que pide pentagrama desde lo más profundo de mi ser, hecha de mi sangre, de mi entraña, de mi hiel. Me está absolutamente vedado dejar traslucir el más insignificante tono de tristeza, que refleje la angustia que me atenaza el alma. No puedo permitirme el lujo de sentirme y, menos aún, de mostrarme desesperado. Esa, Fritz, es la razón por la que gran parte de la música compuesta por mí hasta ahora, está en modo mayor.

Hoy siento que he llegado al límite y sería capaz de cualquier cosa. Nos mudamos de casa y aunque la nueva es mucho mejor que la que habitábamos, todo está desordenado. Extraño mis rincones y mis cosas que siguen empacadas no se en qué fardos. Mira, creo que se me exige demasiado: hemos realizado varios viajes a Italia en los últimos tres años y no han sido ningunas vacaciones porque estuvieron copados por conciertos y extenuantes jornadas de estudio con los compositores más destacados de las distintas ciudades que visitamos. El solo ajetreo de los caminos y los carruajes incómodos es ya suficiente para dejar fuera de combate al campeón más esforzado y yo soy apenas un niño.

En estos últimos días después de mi regreso de Viena y a escondidas de papá que en gracia del trasteo me ha quitado los ojos de encima, compuse esta sinfonía en Sol Menor que te encargo guardes bien mientras nos instalamos del todo en la nueva residencia y encuentro un buen escondite en el cuarto que me asignen. No digas a nadie que la tienes.

Fritz, en esta pequeña sinfonía derramé todas mis congojas y estoy seguro de que es lo mejor que he logrado componer hasta el presente. No creo oportuno darla a conocer por el momento: las síncopas reiteradas del comienzo, el dramatismo de la caída de séptima disminuida, los acordes que dan las cuatro trompas no son lo que la gente quiere oír y, seguramente, mis enemigos dirán que la pieza, toda, es un atentado contra el buen gusto establecido por la dictadura de la música italiana.

Queda en tus manos. Publícala y hazla ejecutar solamente si algo grave e irremediable me ocurre.


José Chalarca. (Manizales - Colombia, 1941). Autor de los libros de cuentos: Color de hormiga (Colcultura, 1973); El contador de cuentos (Imprenta de Caldas, 1975); Las muertes de Caín (Común Presencia Editores, 1995); y de Ensayo: Yourcenar o la profundidad (Imprenta de Caldas, 1989) y La escritura como pasión (1996). Ha escrito además una decena de libros sobre el tema del café