13.12.06

Colombia Truque Vélez

Algo que no sucede todos los días

Me puse a llorar con ellos. Sí, simplemente lloré yo también. Estaban todos en la sala, velando al difunto, y ya hasta los vecinos y alguno que otro amigo de la familia se habían hecho presentes.

Encontrarse un muerto en casa al volver del trabajo es algo que no sucede todos los días. No me extrañó que no me hubieran avisado, ni que ahora nadie pareciera percatarse de mi presencia. De todas maneras nunca habían parecido percatarse demasiado. Hasta era raro que me devolvieran el saludo que desde la puerta yo les dirigía cada noche al volver. Mamá siempre ocupada en prodigar mimos a sus gatos; papá leyendo el periódico o de cabeza en los noticieros y cuanto partido de fútbol; mis hermanos encerrados en el mundo aparte de sus cuartos de puertas cerradas; la tía Angustias amarrada a las cuentas de su rosario y al lecho en que cada día era presa de algún inevitable achaque raro; y don José, ese señor perpetuamente ausente... No le conocíamos sino el color de su desusado sombrero gris; nadie en la casa lo había visto sonreír jamás.

Es evidente que mi familia no era en extremo comunicativa. Por eso preferí, sin preguntas, dejarme contagiar por el ambiente singularmente emotivo que parecía haber asaltado la casa esa noche. ¿Quién sería el muerto?, me pregunté al ir viendo uno a uno los rostros humanizados por la tristeza de mis cuatro hermanos, todos de pie, muy compungidos y corteses, dejando los asientos a las damas del velorio. También papá y mamá, juntos por una vez después de quién sabe cuánto, lloraban sentados en el pequeño sofá negro que en días normales servía para separar los ambientes de la sala y el comedor. Pensé entonces si no sería la tía Angustias, una buena candidata a juzgar por sus achaques. Pero no; de repente la vi salir de la cocina con una bandeja de tintos que empezó a repartir por el lado opuesto de la sala. Don José, pensé, y en ese preciso instante salió don José de su habitación, esa puerta siempre cerrada al fondo de lo que de ordinario era el comedor y que hoy, excepcionalmente, se había convertido en capilla ardiente, sombría, con tan sólo cuatro cirios alrededor del ataúd. Don José se había puesto un serio, casi dramático, traje negro para acompañar el velorio y por primera vez lo veía sin su sombrero gris. Que sonriera en esta ocasión podía por el contrario considerarse fuera de toda posibilidad.

A estas alturas cualquier otra persona en mi situación hubiera atravesado el salón, muerta de curiosidad (valga la redundancia), para mirar quién estaba en el ataúd, quién era ese muerto que familia, amigos e incluso yo, llorábamos esa noche. Más que un hábito, limitarme a imaginar las cosas sin molestarme en comprobarlas, era en mí una preferencia. Imaginar qué harían mis hermanos en sus cuartos; qué diría mi madre si yo le mostrara el vestido que había comprado ese día; qué orgulloso se sentiría mi padre al saber de mi ascenso a jefe de cuantas corrientes en el banco donde trabajaba. Observar a los demás, ver cómo se mueven y actúan, cómo acompañan las palabras con gestos para conformar ese mundo personal, reservado en exclusiva para cuando los demás están ahí y son partícipes, aunque sólo sea mínimamente de lo que somos, era también una manera de no preguntarme nunca qué era lo que esperaban de mí. Y –ahora me daba cuenta– ese había sido un factor muy probable en la decepción que frente a mí percibí algunas veces, no sólo en mis familiares, sino incluso en algunas amistades intentadas en vano en el pasado. De manera fugaz, alcanzó a rozarme la idea de que el muerto fuera alguien del vecindario. No podía ser, y me impedí tajantemente seguir por ese camino de la suposición. No llegaba a tanto la generosa generosidad de la familia, a menudo mejor dispuesta hacia extraños que hacia propios. En eso estaba cuando tía Angustias llegó hasta mí con su bandeja. Iba a pasar de largo y a mí me pareció que era el colmo. Ni siquiera iban a ofrecerme tinto. La agarré del brazo, porque es cierto que uno es de la casa, pero tanta descortesía..! Ella soltó un aullido; la bandeja fue a dar al suelo en medio de un reguero humeante de café y trozos de loza. Y tía Angustias cayó cual redonda era. Intenté excusarme pero mi voz resultó tan ineficaz como esos gritos que uno trata de dar en las pesadillas. Con un fuerte presentimiento, me acerqué precipitadamente a la caja. Aquí estoy yo (dije o pensé, lo que en circunstancias como éstas es casi lo mismo). Observé que el aullido aterrador de tía Angustias había tenido el efecto de disparar a las señoras de sus asientos y hacer entrar a los hombres que conversaban en el jardín.

Claro que esos gritos y aspavientos, todo ese alboroto que perturbaba mi velorio, no fueron culpa mía. Al fin y al cabo era la primera vez que estaba muerta y podía perdonárseme la torpeza. Miré las caras de mis padres; habían redoblado el llanto. Unas vecinas se ocupaban de tía Angustias en uno de los cuadros de arriba. Mis hermanos salieron al jardín y encendieron unos cigarrillos. Los fumaron como sombras, acodados a las rejas. La muerte era el mejor puesto de observación que nunca hubiera imaginado en mi vida... Mejor dicho, ya ni diferenciar entre vida y muerte me pareció importante porque volver a casa y encontrarse uno muerto es algo que definitivamente no sucede todos los días.


Colombia Truque Vélez. (Bogotá, Colombia). Poeta, cuentista y traductora. Obras: Palabras de sueño y de vigilia (1984), Otro nombre para María, Premio Nacional de Cuento (Colcultura, 1993) y Poemas al margen (1997). Actualmente está trabajando en un nuevo libro de cuentos y haciendo un proyecto musical con compositores brasileños y un colombiano (Fernando Linero). E-mail: ctruquevelez@yahoo.es


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