14.12.06

Nancy Noguera

El viaje

Perhaps my best year are gone…
but I wouldn’t want them

back. Not with the FIRE in me now.

Samuel Beckett

El tren se detuvo despacio, con un suspiro sostenido. Tomé el maletín y llamé al niño que seguía abstraído, mirando a través de la ventana oscura, ya sin paisajes.

Habíamos hecho la mayor parte del viaje en silencio, de vez en cuando me inclinaba para preguntarle al oído: «¿Cuál es tu nombre?». El chico, sin volver la cabeza, repetía automáticamente el nombre que correspondía a su nueva identidad.

Cuando bajamos lo tomé de la mano para abrirnos paso entre el gentío de la estación. La pequeña mano estaba fría y húmeda, había heredado aquella particularidad de Nora. Su recuerdo me oprimió el pecho.

Busqué un mapa del tren subterráneo para orientarme. Al levantar los ojos pude ver de nuevo, a lo lejos, al par de hombres que intentaban pasar desapercibidos. En un gesto mecánico miré alrededor buscando una vía de escape, pero enseguida me dije que esta vez no quería escapar; la última frase se quedó fija por algunos segundos en mi mente, sin querer sonreí. En el subterráneo los hombres se colocaron a escasa distancia de nosotros fingiendo leer el periódico. Con los años yo había desarrollado una serie de fobias a los espacios cerrados y estrechos, a los lugares llenos de personas, a los agentes escondiéndose tras un diario, a las miradas de los extraños. A cada minuto mi ansiedad crecía. Sin darme cuenta apreté la mano del niño con tanta fuerza que éste la libró emitiendo un quejido. Hubiera querido disculparme, abrazarlo y decirle cuánto sentía todo aquello, pero era tarde, pronto él estaría a salvo de mis torpezas.

Me quedé viéndolo mientras se acariciaba el miembro adolorido. Era un chico de facciones delicadas, pequeño de talla, con unos ojos expresivos y un carácter huraño. A veces tenía compasión por él, era muy joven para tanta gravedad.

Mi hermano y su mujer nos esperaban. Ni siquiera tuve que acercarme a la recepción para indagar el número de la habitación. Un par de manos bruscas se posó sobre mis hombros y enseguida un abrazo que me hizo perder el equilibrio me sorprendió en el vestíbulo del hotel. Él había envejecido, la frente se había ampliado y el escaso cabello lucía blancuzco alrededor de su rostro redondo y rosado. La mujer aún mostraba los signos de su antigua belleza, aunque el tiempo había trabajado ablandándole las facciones. Muy alta y elegante, vestida con ropas demasiado pesadas para el verano, sus modales denotaban la buena educación recibida en el colegio católico.

América podía haber cambiado la vestimenta de mi hermano, pero sus maneras seguían siendo las del torpe muchacho que yo conociera en Derry. Tenía buen corazón, un poco desconfiado e iracundo. En su juventud había hecho fama con los puños, tanta, que tuvo que marcharse en un carguero sin despedirse de nadie. Al parecer, la dulzura de la esposa había logrado domesticarlo a medias.

Nos llevaron a la habitación donde tenía confites y juegos para el chico y una botella de whisky para mí. Mientras la mujer y el niño se entretenían destapando cajas y desparramando su contenido sobre la alfombra, los hombres nos servimos un trago. Después de once años sin vernos seguíamos sin mucho de que hablar. Seguramente ambos pensábamos que cualquier tema podría arruinar aquella tregua que tenía un único propósito.

Entregué a mi hermano los papeles mediante los cuales Nora y yo le cedíamos al niño en adopción. No había sido trabajo fácil convencer a la madre de aquella alternativa. Aunque había visto al niño escasamente, ella albergaba la esperanza de algún día convivir con él. Sólo cuando le hablé de mis planes y de mi imposibilidad de llevar el chiquillo conmigo accedió a mi propuesta. El último día, sin embargo, se negó a verme, finalmente el abogado contratado por mi hermano obtuvo la firma de los documentos.

Con Daly, el químico, había estado la tarde entera trabajando con mi mujer en el desván de su casa, todo estaría listo para la noche siguiente. Con certeza una embarazada no despertaría sospechas y podría irrespetar el toque de queda con el pretexto de un malestar. Antes de la medianoche allanaron la casa. Nora dio a luz en prisión. Cuando me entregaron al niño una semana más tarde, era una masa colorada que dormía durante el día y chillaba sin descanso por la noche. Mis compromisos aumentaban cada semana, el pequeño crecía un poco salvajemente aprendiendo costumbres de gentes diversas. A veces me costaba encontrar quien quisiera quedarse con él algunas horas. Los amigos sabían que yo podría tardar semanas o meses en volver.

De vez en cuando la mujer levantaba la vista y buscaba los ojos del marido queriendo interpretar el estado de las conversaciones. Mi hermano y Nora nunca se habían conocido, sin embargo él simuló interés en su situación.

–¿Cómo está ella?

–Aún no se resigna, cree que en pocos años podrá apelar.

Suspiró con impaciencia: «¿Y entonces…?»

–No, con el chico no hay problema, ahora es legítimamente de ustedes. De todos modos América está demasiado lejos… sean bondadosos con él. «Y justos» debí agregar, pero la voz se negó a salir.

Bebí un trago largo y me puse de pie. Mi cuñada vino a despedirse, el niño no quería separarse de sus nuevos juguetes, así que me marché rápidamente evitando el abrazo feroz que mi hermano parecía listo a darme.

Atravesé la calle y caminé diez cuadras. Quería poner mis pensamientos en orden, controlar mis emociones, pero dentro de mí todo fluía atropelladamente, causándome malestar físico. A los veinticuatro años la vida se abría enigmática, misteriosa, atrayente frente a mí. Por momentos sentía flaquear mi voluntad. Yo había sido seleccionado entre muchos para la tarea más honrosa a la que cualquiera de nosotros podía aspirar; había dejado de ser el dueño de mi vida hacía mucho tiempo atrás, debía proseguir el camino. Mis manos temblaban levemente cuando arrojé el cigarrillo al piso, pero mis piernas avanzaron firmes. Atravesé un puente hacia el otro lado del muelle y me senté en un café a esperar, los dos hombres aparecieron de pronto y se instalaron en una mesa cercana. Comenzaba a caer la noche, sin prisa, serena, mi corazón palpitaba con ansiedad, toqué de nuevo mis documentos bajo la chaqueta, repetí las instrucciones mentalmente, a una señal previamente acordada me levanté y tomé un taxi al aeropuerto, el resto comenzaba a ser parte del misterio.

Derechos reservados
© Nancy Noguera