13.12.06

Renata Durán

Cuento de agua

I.

Su-Nú crecía en los jardines de O.

Sus madres la habían acompañado durante un tiempo sonámbulo. Recordaba sus risas suaves cuando ella, con apenas tres años, había tocado la piedra, asombro­sa, enorme, sobre la que corría el agua cantando. Esa piedra que escondía diminutos espacios redondos, carnosos, de un verde fresco. Tocar las grietas vege­tales de la piedra y tocarse sus labios. Así compren­dió.

Días y noches pasaron y Su-Nú conocía cada vez más. Aprendió a distinguirlos sonidos del aire. Descubrió la montaña. Besaba los troncos de los árboles. Alcan­zaba cada día un sabor escondido. Ácidas gomas. Mieles. Acariciaba la piel arrugada de los árboles. Paseaba su mirada por ese cielo recortado que el árbol dibujaba en el techo del mundo. Era feliz de la sola manera que se lo puede ser: sin saberlo.


Siete noches antes, sus madres se sentaron en círculo. Prepararon el fuego y la llamaron. Ella se detuvo al pie de la hoguera, en el centro. Miraba asombrada su cuerpo. Había estado tan distraída con el agua del río. Habían desfilado en esos mil espejos, ciudades, gue­rras, juegos de niños, animales fantásticos. Ella había vivido sobre el agua, mirando.

Esa noche descubrió su cuerpo. La sorprendió. Tenía un color desconocido. Cálido. Tocó sus senos. Eran como los lotos en el agua. También temblaban. Aca­rició su cuerpo recién encontrado. Un áspero vello negro se enredaba entre sus piernas y una hendidura le recordó que seguía para adentro. No había límites en su cuerpo. Todo se devolvía hacia dentro.

Esa noche sus madres cantaron una vieja canción. Ella miraba el fuego. El origen de todo, le habían dicho. Las llamas chisporroteaban en el aire caliente. Miraba fascinada sus piernas abiertas que se prolon­gaban sobre la arena en dos sombras negras. El suelo dorado. Las diez puntas perfectas de sus dedos apun­tando. ¿Hacia dónde? Sabía que al día siguiente, con el alba, comenzaría su viaje. Sabía que esos pies duros que miraba, serían su cotidiano paisaje sobre el mun­do. Andar y andar, como los ríos.

Un hilo de líquido caliente rodó por sus piernas. Había llegado la sangre anunciada.

Su-Nú era ahora una mujer que andaría por el mundo.

Sus madres danzaron a su alrededor en anillo cerrado. La sangre creció. Se desbordó. Ella se bañaba en su sangre. Su-Nú reconocía su sangre. Después lloró, durante la última noche.

El agua salina de sus lágrimas limpió su cuerpo y fue a dar a sus pies. Con el alba, el desierto había bebido todo. Sus madres se habían esfumado y Su-Nú se echó a andar por el mundo.


II.

Hacia el Sur, le habían dicho, siempre hacia el Sur. Un día encontrarás un hombre antiguo con una enorme cabeza. Allí quedará tu morada y acabarás tu viaje.

Su-Nú había escuchado hablar de aquel hombre. Era el único habitante de los confines del mundo. Nadie sabía si era, o no, mudo. Algunas gentes decían que se callaba porque cuando hablaba, sus palabras eran pesadas piedras que producían cataclismos. La última vez que él había hablado, la tierra se resquebrajó y hoy había un cráter profundísimo en la mitad del mundo.

Por eso, decían, se calló.

Su-Nú atravesó desiertos. Ascendió la montaña. An­duvo sin reposo por los cuatro caminos. Agotó los distintos territorios del fuego. Nunca se fatigó. Sus pies, a veces, fueron alas.

Un día llegó.


III.

La casa era un larguísimo corredor.

Dos muros paralelos blancos. Erigidos sobre el de­sierto. No había puertas, ni ventanas, ni techo. Sólo dos largos muros frente a frente señalando un estrecho camino. Su-Nú comenzó a andar entre dos muros. Sentía que ascendía una espiral. Si miraba hacia arriba sólo veía el cielo. Cuando creía que había cerrado el círculo iniciado al entrar, y que estaba de nuevo en el mismo sitio del comienzo, se sorprendía viéndose cada vez más arriba. Vueltas semicerradas. Ascen­dentes. Círculos abiertos, resueltos en más grandes círculos. Así subía Su-Nú, hacia su destino.


IV.

Tao sentado desde siempre en el letargo, preparaba sus ojos para el encuentro. Dibujaba pájaros en el aire con el movimiento de sus manos desarticuladas de las muñecas. Imaginaba Dioses. Su boca cerrada desde la eternidad, temblaba. En sus ojos sólo cabía el oro quemado del color de Su-Nú. Sus sentidos salían de un antiguo estupor. Diferenció perfumes, algo en la atmósfera. Un sabor. Finísimas agujas. Susurros. Ru­mores. Musitaciones. Lenguas que imitan el sonido del agua. Labios que hacen burbujas. Millones de dientes que dejan, apenas, atravesar el aire, absor­biéndolo todo hacia un vórtice ignoto.

Su-Nú, exhausta, se acercó a la enorme cabeza milenaria. Besó la piedra, la acarició. Se tendió sobre ella: Hasta entonces ignoraba el deseo.

«Tienes que retenerte –le habían dicho a Tao sus ancestros– no debes derramarte. Por tu sexo circula la savia de la vida. Cada vez que desees a una mujer, retente. Así preservarás el universo. Llévalas al recin­to cerrado del éxtasis, succiona su agua y guárdala. Tendrás en tí el origen y el final. Serás el centro.»

Tao, que había obedecido este sagrado mandato a través de los siglos, sintió que el deseo crecía, no podía contenerlo. Océano apretado en una bolsa de aire. La inminencia del caos. Por todos sus resquicios se filtraba el delirio, el convulso combate de sus aguas secretas, marea de equinoccio: el astro desnudo del amor llegó a su plenitud.

Ardió, por fin, el tiempo.

Sintió que una lava remota, profundísima, salía de sus ojos de piedra. La lava seminal. Supo que estallaría.

Con su eterno fluir, el finísimo aceite genital de Su-Nú y la espuma milenaria guardada en la cabeza de piedra de Tao inundaron al mundo.

Así se extendió por la tierra el agua de la vida.


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