14.12.06

Iván Égüez

Bujäs, el gitano

Que los Corregidores y Justicias de los lugares en que hubieren avecindados los que se dicen Gitanos, tengan obligación de visitar, y registrar por sus personas las casas de los que se dicen Gitanos las veces que les pareciere, para reconocer si en ellas tienen algunas de las cosas aquí prohibidas u otras sospechas... por el tenor de la presente pragmática los declaramos rebeldes, contumaces y bandidos públicos, Y permitimos, que cualquier persona de cualquier estado y condición que sea, pueda libremente ofenderlos, matarlos, y prenderlos sin incurrir en pena alguna, trayéndolos vivos o muertos ante los Jueces de los distritos donde fuesen presos o muertos. Y que pudiendo ser habidos, sean arrastrados, ahorcados, y hechos cuartos, y puestos por los caminos y lugares donde hubieren delinquido, sus bienes sean confiscados para nuestra Cámara. Pragmática de 1717 y 1743. (Documentación Selecta sobre la situación de los gitanos españoles en el siglo XVIII ‑ Biblioteca de Visionarios, Heterodoxos y Marginados ‑ Madrid)

El gran Peluzzo no nació bajo la carpa nuestra. Llegó en buque de la mano de un médico japonés, un tal Noguchi. Su padre había muerto a expensas de una banda de tipejos que usaban camisas negras y actuaban dirigidos por una especie de capo, conocido como “El César de Aserrín”. Peluzzo me decía que no se había tratado de sicilianos sino de fanáticos. Su madre había sido secuestrada en Roma. El tío Alfio había embarcado al huérfano como polizón con una carta para un paisano que vivía por Chile. Desesperado, maloliente y casi comido por las ratas, fue descubierto por uno de los sobrecargos, quien quiso castigarlo con látigo mojado como a galeote. El médico japonés intercedió comprometiéndose a bajarlo con él en Guayaquil, puerto de su destino. Le nombró su ordenanza en no sé qué asunto de la malaria, pero Peluzzo era un poco inquieto como para resignarse a andar de leva todo el día en el pantano asistiendo al japonés. Mejor se puso a vender cucuruchos de colaciones junto a la boletería del circo que entonces había llegado. Ahí lo conocimos, Tenía unos doce años a lo sumo. Y un don especial para el alambre: se convirtió en el funambulista que necesitábamos para reemplazar a Marcel, quien por propia voluntad, y estando completamente sano, se había retirado a un sillón de ruedas aduciendo que cumplía un pacto. Pero Marcel le enseñó a Peluzzo todos los secretos del equilibrio y la acrobacia. “El Querubín Peluzzo”, le mentaban luego en las tres Américas. Desde la primera vez que subió al alambre nos refirió que una mariposa negra le revoloteaba todo el tiempo sobre la cabeza. Fuera del alambre nunca vio a la mariposa. No ha llegado a posarse en mí, pero es como un gallinazo que espera el desposte. Yo no sé si habría sido sólo idea de Peluzzo, pero él afirmaba que si algún día se le prendiera la mariposa, ese día se caería del alambre. Me siento rodeado por una nube de espanto cada vez que estoy arriba, me decía. Y cuando alguien le preguntaba ¿y por qué subes entonces?, él respondía que para averiguarle cosas a su padre.

Cuando cayó, alcancé a oírle, alguna disculpa, dicha, para mi sorpresa, en jerigonza, algo así como “la mariposa... los camisas negras”. Años después tuve oportunidad de preguntar a un italiano quiénes eran, y me dijo que unos fanáticos, corrompidos y asesinos, que habían empezado a larvarse a raíz del Armisticio de Compiegrie, firmado en el interior de un vagón, que luego se propagaron por toda Italia y que, dirigidos por un poeta de entonces, llamado Gabriel D’Annunzio, ocuparon Fiume como anticipo de la marcha que sobre Roma efectuó “El César de Aserrín”.

XXX

Así como a Peluzzo le revoloteaba siempre esa mariposa funeraria, sin que él pudiera agarrarla o espantarla porque sus manos estaban ocupadas en sujetar la vara del equilibrio, así yo, Bujäs el Gitano, secularmente he sentido alrededor de mi vida una atmósfera de vilipendio, es un aire que le echan a uno en forma invisible y sin palabras, y al que los diccionarios le han dado el suave nombre de desconfianza. Para exacerbar en la gente ese sentimiento –que es recelo y envidia a la vez–. Para violentar su apego a las baladíes cosas de este Mundo, fui conchabado por el Circo de los Hermanos Blemón. Inicialmente se llamaban Blue Demond’s, pero nada en esta vida permanece, todo fluye, progresa. Así el público de esta ciudad blanca, dormida junto al lago y donde hombres y mujeres se dejan una gruesa trenza hasta la cintura, ha madurado mucho desde la última temporada que actuamos aquí hace exactamente un año, temporada que hubo de ser suspendida por aquellos acontecimientos que son de dominio público.

Recuerdo la última función cuando yo estuve actuando con mi compañera Azalea “Una cosa se ha perdido/ cinco veces/ lo diré/ si el dueño no reclama/ yo me llevaré/ ¡A la una!” Con ese adivinatorio comenzaba mi número. Ese era mi eslogan de desplumador, mi distintivo. Sonaba como una sirena de alarma. Los espectadores se acomodaban nerviosamente en sus asientos y empezaban a revisar sus prendas, sus bolsillos, relojes, carteras, etc. Nadie sabía cómo ni en qué momento habían sido desprendados, pero lo cierto era que en mis manos aparecía una gran cantidad de objetos de propiedad del público, especialmente de palco y luneta. “Una cosa se ha perdido/ cinco veces/ lo diré/ si el dueño no reclama/ yo me llevaré/ ¡A las dos!” y empezaban a oírse las voces angustiadas de los perjudicados: ¡mi billetera! ¡mi llavero! ¡mis zarcillos! ¡mis documentos!

Con sus trenzas de columpio, Azalea se acercaba retrechera hacia los agraviados. A unos les decía que les iba compensar con un beso todo lo perdido, a otros les halaba las orejas, les reprendía por descuidados, por haber botado la billetera en la calle, por haber empeñado el reloj en la cantina, por haber ocultado en el chaleco el anillo de compromiso, en fin. El resto del público gozaba mucho con este número, gozaba con los nervios de aquellos que habían sido choreados por nosotros en la aglomeración de las boleterías o en los propios asientos mientras contemplaban ensimismados otras suertes del programa. Por principio, la gente desconfía de todo aquel que tiene que ver con el espectáculo, ya sean las tablas, el aserrín o la farándula. Y por aquello huye del marcado, de la envidia del enano y la fama del gitano, seguramente desconfiaban de nosotros, pensaban que les iríamos a devolver sus billeteras con menos dinero, que podríamos haber sacado copias de las llaves de sus automóviles, baúles y casas. Las señoras creían que les podríamos devolver joyas falsas, billetes falsificados o que podríamos leer en público la fecha de sus nacimientos. El graderío –Y nosotros también– ­gozaba viéndolos contar la plata con los dedos torpes de la avaricia, viéndoles hincar, en el oro de sus pulseras, el diente de la duda.

Azalea excitaba el apremio de los esquilmados:

–¿Cuánto dinero llevaba el caballero en la billetera?

–Quinientos, respondía apuradamente.

–Entonces perdone, decía ella, esta billetera lleva quinientos cincuenta. No puede ser la suya, aunque aquí aparezca una cédula con la foto de un señor parecido a usted.

Y pasaba de inmediato a preguntar a otro.

–¿Cuánto llevaba usted?

–Trescientos –contestaba entre sudores el interrogado.

–No puede ser –protestaba Azalea–, aquí solamente hay doscientos cincuenta. Usted trata de salir beneficiado, de aprovecharse de nuestro bien ganado prestigio, para perjudicarnos.

–No importa –decía el aludido–, devuélvame con lo que usted dice haber en la cartera...

–¡Cómo –protestaba yo indignado, acercándome amenazante con el Gran Puñal Húngaro de Cartón Plateado–; usted está dudando de mi compañera, usted está ofendiendo nuestra profesión!

–De ninguna manera –replicaba con una risita nerviosa el generoso damnificado.

–Pídanos disculpas ordenaba yo, a nosotros y a todo el público, porque el gran público está con nosotros ¿Verdad, querido público?

–Síííí –me contestaban en coro.

Y luego, dirigiéndome a las localidades de gallinero, les decía en tono de consulta:

–Ustedes que están allá arriba en el paraíso ¿estiman que para reparar el honor de todos los presentes, el señor debería pedir perdón arrodillado?

–Síííí –contestaban todos, desgañitándose de la risa, viendo cómo el conejillo obraba presionado por el graderío vociferante.

Bajo ese clímax yo había conseguido de la gente actitudes impresionantes a lo largo de mi carrera artística. Había hecho que lloraran, que se pararan de manos, que se quitaran el saco y me lo entregaran para con él torearlas como a becerras, que se tomaran una pipa de agua, que imitaran el lloriqueo de varios animales. Otras veces, Azalea reunía hasta doce carteras de señora y las vaciaba a todas en un gran pañuelo de seda, de esos que ella usaba las noches estrelladas. Era increíble ver la cantidad de objetos que portaba cada una y la variedad de los mismos: desde una calzonaria agujereada, hasta un gato, una paloma, un salvavidas. Cruel o jocosamente, pero en todo caso desquitándome con esas viejas el resquemor de los demás, yo solía cantar los objetos como si se tratara de la subasta del Juicio Final:

–Uuuunas toallitas sanitarias marca Cruz Roja. Uuuuna cajita de globitos El Polvorete. Uuuuuna dentadura postiza. Uuuuun estofado a medio comer. Uuuuuuuna cabeza de ajo para la buena suerte.

Luego llamaba a las dueñas para que viniesen a recoger lo que cada una creyese que era suyo. Siempre quedaban sobre el pañuelo muchas cosas. Y yo mismo me encargaba de regar la voz de que Azalea seguramente habría puesto algunas en el pañuelo porque de otro modo no se explicaba cómo podían quedar tantas cosas que eran de interés exclusivo de sus dueñas. Siempre les pedíamos disculpas y les compensábamos con sendos regalos.

Eran tan cálidos los aplausos que nos prodigaban que, a veces, ellos y nosotros, olvidábamos que éramos gitanos. Pero para recordarnos estaba el duro siguiente día, impávido como un espantapájaro, el guayabo de la realidad como dicen en la Colombia de Azalea, pues salíamos a la calle y nos quedaban mirando como a animales raros, nos cerraban las puertas en las narices o sujetaban a los niños como si les fuésemos arranchar, pese a que la policía nos seguía prudentemente. Esa misma gente que aplaudía en el circo nuestra habilidad de carteristas y de histriones, esa misma gente nos hacía el vacío en los bares y negocios, se hacía negar en las casas cuando íbamos a leer la fortuna a domicilio. Llegamos a proponer que nos dejaran actuar para las niñas del colegio en el salón de actos o en el patio, pero las monjas se santiguaron diciendo Dios me libre, los gitanos son ladrones y las gitanas prostitutas. A renglón seguido el Intendente envió una banda de agentes a revisar nuestros pasaportes. Algunos respondimos que no teníamos documentos precisos porque habíamos nacido en caravanas, en el rodar del carromato sin fijarnos cuáles fronteras habíamos traspuesto, que el circo era propiedad del mundo, que tenía sus propias leyes y sobrentendidos. Entonces al enano, el famoso Priapín, se le ocurrió apelar a las Damas de la Caridad a fin de que interpusieran sus buenos oficios. Ellas recibieron muy atentas la solicitud; eran antiguas hacendadas del lugar donde hoy transcurrían mano sobre mano viviendo de la nostalgia del pasado, disimulando con el nombre de Damas de la Caridad, la caridad que a ellas les hacían parientes segundones, nuevos ricos. Cultas y ceremoniosas nos manifestaron que harían todo lo posible, que nos harían llegar cualquier noticia oportunamente, que a las órdenes, que ha sido un gusto. Mas, cuando salimos de esa sala de recibo adornada con óleos de patricios y santos varones parroquiales, amueblada con silletería vienesa de esterillas desfondadas, consolas de mármol sin las planchas de mármol y una alfombra deshilachada barrida con digna pobreza, la Presidenta se había echado en brazos de la Secretaria y ésta en los de la Tesorera, al tiempo que comentaban:

–Ya me moría con esos aquí adentro.

–Imagínate, gitana y colombiana. Completita, para qué más.

–¿Y se fijaron en él? Enano monstruoso, saliéndole los vellos por el cuello de la camisa, cubiertos los brazos como mono, con unas cejas que parecían bigotes de mayordomo.

–¡Ay, hija, si tiene tanto vello en las provincias, cómo tendrá en la capital!

–Dicen que algunos enanos son bien dotados.

–¿Estarías vos con un enano?

–Ay, calla, no quiero ni pensarlo.

Pero habría de pensarlo toda la noche y todo el sábado, hasta el domingo que, a la salida de misa, la Presidenta le había vuelto a preguntar:

–¿Te has puesto a pensar qué harías con un enano así de grandazo?

–Sí, le había contestado mohína, apretándole la mano mientras caminaban.

–Entonces hija, manos a la obra, tal cual reza el lema de nuestra institución.

Esa misma mañana consiguieron de la Autoridad la tolerancia del caso para con nuestra condición de trashumantes.

–Nos costó conseguirlo –había dicho la Presidenta a Priapín–, todas las auto­ridades estaban atareadas con un gran contrabando que había sido denuncia­do: un convoy de camiones cargados de cacharro.

–Ya lo sabíamos, había respondido Priapín, el Famoso. Todo el pueblo an­da arremolinado en las aduanas

A poco llegó una comisión de moradores del lugar a pedirnos que les prestáramos la carpa para sesionar porque se había presentado una emergencia en la vida de la ciudad. Ocuparon todas nuestras localidades. Y los que no alcanzaron a silleta ni palomar, se sentaron donde pudieron, en el subibaja de las focas, en el trapecio, sobre las jaulas, en el balcón de la orquesta, en el atril del director, en el columpio de la mona, en las pesas del Asiático Maravilla, en los arneses de los Pegasos, en las barras de los Hermanos Blemón, en la caja de Magú, en fin, hasta en el chorizo del payaso Chispún. Se trataba de evitar que las autoridades festinaran entre ellas las mercaderías capturadas. Atrás de esos grandes matutes están peces grandes, pájaros de alto vuelo, decían unos. Otros señalaban que de la capital ya habían dado orden de remitir todo para allá. Decían que ni siquiera las multas quedarían para la ciudad, que lo mejor sería actuar rápido, tomarse las aduanas y repartirse el cacharro entre todos aquellos que no tenían nada que perder, ni nada que comer, que no tenían ni dónde caerse muertos. Y salieron dando vivas a ellos mismos y mueras a las autoridades, a las aduanas y a la junta militar. Así compactados, vociferantes y armados de palos, palas, piedras, rastrillos, machetes, carabinas, catapultas y bodoqueras, avanzaron hasta el Control de Aduanas, desarmaron a los guardias y en menos de lo que canta un gallo hicieron desaparecer el cacharro más grande que había visto la ciudad: desde un monumento a los héroes de la independencia hasta un secador de pelo, desde relojes de cuarzo hasta un puente desarmable, pasando por rocolas, televisores, excusados y mingitorios.

Antes que las autoridades se enteraran de que habían sesionado en la carpa, antes de que algún soplón fuera a chismearles, decidimos marcharnos por donde habíamos venido, con la música a otra parte. Supimos que cuando había llegado el batallón de refuerzo, no había alcanzado a nada, por más que habían buscado casa por casa, tomado muchos presos para torturarlos hasta que declararan dónde tenían los bultos, habían matado incluso a dos tejedores y un aguador. Pero no lograron nada. La ciudad había quedado en silencio, todos sin lengua, sin responder nada, como si fueran tapias.

Por eso digo que el público de aquí ha madurado mucho. Por eso hemos venido con esta función de aniversario, por eso yo, Bujäs el Gitano más que la mercancía ocultada a tiempo en la caravana del circo, he venido a devolverles la confianza que supieron dispensarme, he venido a entregarles la memoria de estos hechos en homenaje a los tejedores y el aguador muertos, así como también a recordar a los Peluzzo, por quienes aprendí a reconocerme en los desesperados de todos los lugares y de todas las épocas, y de quienes descubrí que eran mártires gitanos de Fiume, ciudad que en verdad se llama Rijeka a orillas del Adriático yugoeslavo. Pero sobre todo descubrí muchas suertes –gitanerías, como llama la gente– de esas que no se dicen pero que uno las lleva para siempre en la manga y en el corazón para cuando se ofrezca.


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© Iván Égüez