14.12.06

Carlos Arturo Truque

La diana

Le iban a cantar diana*, muy al amanecer. Pero no era en eso ni en el coronel Ruperto García en lo que pensaba. Le preocupaba más Marcela y las rosas rojas, el pueblo solo, o casi solo, –él, la mujer, el cura– las dos hijas que ella le había dado y hasta el hecho de que hiciera un verano tan intenso.

–Tal vez el cura pueda... –pensó en voz alta.

Pero no; el cura no podía. Tenía las manos temblorosas; y para sacar a un hombre se necesitan manos firmes y duras como las de Matea, que de eso sabían desde toda la vida. No habría, entonces, nadie para él. Marcela tendría que vérselas sola, revolcarse sola y tragarse los dolores también sola. Ya se lo había dicho en el monte, antes de volver al pueblo; pero a ella le crecía la cintura y en el monte, según dijo, era imposible parir.

–Un hombre no se pare como un perro... –dijo esa vez Marcela. Y ella era así, imperativa, más parecida a un macho que a una hembra, fuerte como un verano. Él midió el asunto, «un hombre no se pare como un perro», dudando entre salir y no salir, tendiendo en la cabeza a Ruperto García –el coronel y su compadre– alegre por lo del macho, después del desencanto de dos hembras.

–Qué caracho, se dijo él también, «un hombre no se pare como un perro!»...

Pero no estaba muy firme. Tal vez la frase fuese otra. ¿Quién podría asegurar que era un macho?...

En eso era en lo que pensaba mientras miraba desde la ventana de la cárcel el vivaz de Ruperto García y su tropa de cholos esmeraldeños y negros, traídos a la fuerza del Patía. Con el coronel tenía una deuda vieja, de cosas de «quién es más hombre»; pero la creía saldada desde cuando se largó, dizque a parar a sable a los de la revolución. Luego le contaron que andaba por los rumbos del Tapaje, metido a coronelote, siendo el mismo bribón de Telembí. Lo que, en verdad, se estaba dando eran sus buenas contrabandeadas, metiendo por los esteros su poconón de mercancías al amparo de la legitimidad. El coronel ya era bellaco antes de ser coronel; pero esto de ahora era mucha bellacada: eso de entrar al pueblo solo con su hedionda gente y buscarlo a él, a su compadre, para cantarle una diana, no tenía nombre. Y más sabiendo que Marcela estaba para reventar. No ignorando eso, iba más allá de la raya el tenerlo encerrado esperando el alba para azotarlo con las varas de las rosas rojas de Marcela, regadas con agua subida del río –porque, con el verano, de lluvia ni gota... Esto, con todo lo grave que era, no le preocupaba mucho. La diana era para el alba –prematura en los tiempos de sequía– y el reventón de la mujer, para cualquier momento.

Eso era lo que más la atormentaba. Saber que iba a tener que hacerlo todo sola, en un pueblo desierto y sin Matea, con una toalla entre la boca, viendo en silencio los ojos de miedo y repugnancia que él ponía al pasarle la jofaina con agua caliente y los algodones y el alcohol. Y luego tomar «eso», grasiento, y meter el dedo en el platón para saber si era de ese modo el agua; y preparar el cuchillo quemado para cortar la tripa y amarrarla con pita, para a poco decir con voz que trataba de hacer suave:

–No es un hombre, Marcela!

Y para sí pensar que ella no iba a darle un macho nunca.

Desde allí volvió la frase, inquieta como mariposa –frase de ella, rotunda, dura como guijarro, construida por el macho que le andaba por dentro:

–Un hombre no se pare como un perro... –dicha por la mujer, y así, con la ligereza con que soltaba las cosas de que estaba cierta; del mismo modo que dijo cuando el coronel mandó a tres de sus cholos por él, «ese compadre Ruperto es un hijueputa», sin rubor, de la manera más natural del mundo, dejando que las palabras vertieran todo el odio con que fueron creadas, tal cual las soltó el primer ofendido de la tierra.

Las palabras no duelen por lo que son en sí, sino por su correspondencia con quien las recibe; y el coronel era desde chiquito lo que Marcela había afirmado que era. Su recuerdo nunca se apartó de hechos desagradables, en la misma proporción en que eran desagradables su figura rechoncha y su bigote grueso y su modo de andar. No comprendía por qué lo había hecho su compadre. Tal vez ella lo supiera, porque, al fin y al cabo, era la encargada de las sinrazones como lo son todas las mujeres.

Fue ella precisamente quien dijo, después del grito y las cosas que Matea hacía como de ritual, mirándolo cara a cara: «es la de Ruperto García». Inmediatamente volvió la cabeza hacia la pared y se quedó profundamente dormida. Él salió a la tienda y se sentó junto al hombre que jugaba dominó –haciendo trampas como de costumbre, mirando el juego ajeno con disimulo, poniendo «boquecaballos»– y le dijo:

–Marcela tuvo una niña...

Ruperto García apartó las pupilas de las fichas y lo miró como quien no quiere mirar; después susurró entre dientes:

–Para zamparle un macho a Marcela se necesita un hombre... –y se rió con su risa vulgar, abierta como piernas de prostituta.

Él se quedó en silencio, aguantando las miradas burlonas de los jugadores, sintiendo que la mano se le corría sin querer hacia el pomo de «la acanalada», pronta al rescate de la hombría; pero recordó a la mujer que dormía y sonrió estúpidamente.

Mucho tiempo después, y, desde luego, ahora, sentía el peso de esa pasada cobardía sin raíces. Porque, se razonaba, –como sentenció ese día Matías Gamboa– «cuando un hombre humilla a otro una vez, ya no dejará de hacerlo nunca». Pero lo que había hecho era por ella. Antes de salir a la tienda se interrogó sobre lo que pensaba Marcela al hacer su compadre a un majadero como Ruperto García, tahúr de profesión y bravo de pueblo; pero se consoló pensando que eran cosas de ella, muy respetables, porque, según su modo de ver, era quien había parido y eso le aseguraba el derecho de buscar compadrazgos con quien le viniera en gana. Por eso entró a la tienda y se sentó al lado del hombre y le dijo lo que le dijo. No precisaba bien cómo; pero acabó por decirle que la mujer quería que le apadrinara la hija. Él dijo o masculló un «anjá», mientras colocaba un cuatro para cubrir un cinco, sin agregar un no o un sí, acariciándose suavemente el bigote espeso y ancho, haciendo como que ordenaba el juego, con las arrugas de la frente apretadas, temblándole extrañamente las pobladas cejas.

Luego se levantó y se fue a lo largo de la calle polvorienta, con el sol duro cayéndole a plomo sobre la espalda dura.

Y retornó a Marcela con eso de «ese compadre es...»; y él se confesó que sí, que era como ella decía y que de igual manera debía ser verdad lo de que «un hombre no se pare como un perro y lo de las varas de las rosas rojas en el alba de espinas que aguardaba.

Oyó a alguno diciendo afuera, «pica la calora, pica»; y se percató de que sudaba con sudar salobre y fuerte, de olor agrio y repulsivo, de negro ensoca-vonado.

Y, en verdad, él se vio así, ensocavonado, preso, víctima de un compadre que no era ningún compadre; y por ese pensamiento imaginó ver el alba –como cuando uno abre una pestaña y ve al mundo abriéndose, primero de afuera hacia adentro y luego de adentro hacia afuera– y recordó a la mujer, rompiéndose como una rosa desde la noche profunda hacia la aurora sangrienta.

Entonces vino alguien y miró por la ventana y algo dijo que él no escuchó; pero sonó más tarde un clarín alto y fuerte que lo hizo entender. Se quitó la camisa, despacio, y así, sí le picó el sol sobre el cuero desnudo, la carne prieta de mestizo como una vara de rosa con espinas menuditas.

«Ese compadre Ruperto...», se dijo al recordar la diana; pero no con la frase de ella, sino con el odio suyo y preguntándose –porque debía ser ya la hora– si habría ido Matea y si sus manos estarían, como en otra ocasión lo estuvieron, abriéndole paso a la vida. Y allí la tuvo de nuevo, en el monte, alta la cintura y ancha la cadera, firme y resuelta, con ese ademán suyo desconcertante, haciendo sola su fuerza, volcándose entre desesperada y gozosa de las entrañas hacia el mundo.

«Para zamparle un macho a Marcela»..., creyó oír. Y vio entonces, ciertamente, a Ruperto García, no ya en la tarde de tienda cuando jugaba dominó y él le dijo: «Marcela tuvo una niña», sino en la plaza, entre su tropa de cholos y negros patianos –la misma figura y el mismo bigote– aguardándolo; y entendió por qué la mujer antes de volverse contra la pared y quedarse dormida, dijo las palabras que por más que hizo nunca antes pudo desentrañar.

Esto de ahora era sólo el nudo final y doloroso de gestos antiguos y maneras de mirar, también antiguas, que no había notado o no había querido notar; era algo que tenía mucho que ver con muchas otras cosas y con esa tarde que el coronel se fue a lo largo de la calle polvorienta con el sol sobre los hombros.

Eso era todo.

O tal vez no lo era; porque un cholo descorrió el cerrojo e inundó la celda de amanecer. Él salió siguiendo al hombre hasta la plaza donde ya el coronel tenía la cholada en formación; y por entre ésta pasó, casi indiferente, notando únicamente que el banquillo, destinado a doblarlo más tarde, daba frente a la banda de guerra –tres negros de tambor y un blanco, corneta, de cara amarilla como bilis– y que le tocaba también darle la cara a García.

El mozuelo amarillo del clarín hizo la cara a un lado, levantó su instrumento, y sopló por él un son estremecido. Le divisó claramente el carrillo inflado y el punto rojo en medio, donde apuntaba el esfuerzo, y pensó de inmediato en una postema grande con el ojo a punto de reventar. Y eso mismo le trajo, como un ritornello perenne, la frase de Marcela en el monte y el sonido de «eso» al salir, dejándola exacta, con los flancos iguales a dos faldas a las que se le hubiera derribado de repente un cerro. Luego volvió a ver a Matea en la mecedora, haciendo el duerme–vela, mirando la rosa roja y convulsa, atenta al «todavía–no» para dar respuesta a sus urgencias.

No pudo recordar más, porque en ese preciso momento cayó sobre su espalda una vara larga que le dejó un camino ardoroso. Y luego vino otra, y otra más; y fue en eso cuando tuvo la conciencia vaga de estar haciendo eso mismo que hacía cuando iba al patio y se acurrucaba mientras miraba pasar el río ancho y perezoso. No tardó en sentir por entre las piernas algo tibio que se escurría. Le ardía la espalda como una llaga viva. Quiso gritar, quejarse; pero vio al coronel al frente, se dijo que un hombre era siempre un hombre, y se tragó el dolor como Marcela se tragaba el suyo al revolcarse con el primero que causa siempre la vida.

Volvió a alzar la mirada hacia él; pero sólo vio al cornetica pálido haciendo a un lado el rostro con la postema hinchada y su punto rojo; luego advirtió, asunto que no había advertido, las manos negras haciendo bailar sus palitos sobre el cuero. Claro los vio brincar como si quisieran, de pronto, correr de ese sonar que sólo terminaba al diluirse la última quejumbre del corneta.

Y otra vez el varazo; y también otra vez el cornetín y los tambores y también el dolor de alfileres clavados entre los riñones.

Por entre el ojo acuoso observó a un cholo y le pareció que se doblaba o derretía como cristal fun-dido.

Percibió lejana la voz de García gritando: «La sal, carajos, la sal», y, para sí, se dijo que no iba a resistirla en la espalda llagada. Le iba suceder igual cosa que al hombre a quien una vez le cantaron su dianazo y se quedó doblado para nunca ya más. Y abrió grandes los ojos para mirar por vez postrera ese trozo de tierra, como para que se le quedara pegado a las retinas. Pero vino lo que tenía que venir: un incendio atrás; los nervios que saltaban ensoberbecidos y juntaban un dolor con otro para formarle uno grande, insoportable. Arqueó los lomos como potro chúcaro con la molestia del jinete, como para quitárselo y arrojarlo lejos, pero esa cosa seguía allí ardiente, metida entre la carne dolorida. Y le pareció que al dirigir la vista al frente el alba se le cerraba, e imaginó que se la estaba sorbiendo por los ojos, de afuera hacia adentro. Escuchó, como entre quien duerme y no duerme, una voz diciendo:

–Es un hombre, carajo, es un hombre...

Y él, sin saber por qué se acordó una vez más de Marcela y las varas y las rosas rojas, todo en uno, confundido; y recordó eso de ella en el monte y su manera de ser imperativa, mientras el mundo se le iba diluyendo en una masa de sombra densa. Y se escuchó con voz desasida, sola y vaga, diciendo:

–Sabía que iba a ser un hombre...

Y luego se le perdió todo en un lejano sonar de cornetas y tambores.

Fue en el 901, durante la guerra de los Mil Días, y una vez que un mentado coronel García, de las fuerzas de la legitimidad, entró a un pueblo dormido en una orilla del río Telembí.

* Diana: práctica de la guerra de los Mil Días. Consistía en azotar con varas de rosas, al amanecer, al son de bandas marciales, a quienes caían en manos de las fuerzas en pugna. Casi nadie sobrevivía a tan bárbara costumbre.