14.12.06

Raúl Pérez Torres

Qué será de mí

La encontré una madrugada, descuajaringada, saliendo del Seseribó con su novio, un rubio que olía a porvenir dorado.

Llevaba los ojos a la espalda y la cartera en bandolera; uno de los tacones se había quebrado y con el zapato en la mano, desconsolada, golpeaba una y otra vez en la ventana del Bronco mil nueve noventa y tres.

El rubio le increpó de mala manera con su voz gangosa y ella se lanzó contra él, en cámara lenta, con un gesto tristemente alcohólico. El hombre, re­chazándola de un empujón, abrió la puerta, prendió la máquina y se alejó tumbando el triángulo del parqueo y gritando alguna blasfemia en inglés. Se sentó desconsolada en la vereda y empezó a hurgar desesperadamente en la cartera.

Me acerqué despacio y le ofrecí un cigarrillo prendido. Levantó sus ojos vidriosos entrecerrándolos y con esfuerzo me dijo:

–¿Eres milico?

–No –le dije–, es una chaqueta heredada.

Sonrió entonces y exclamó, ya segura:

–Soy una perversa en estado de pureza.

Luego empezó a llorar con dedicación con grandes suspiros, con gestos ambiguos, como si estuviera ahogándose, limpiándose la nariz con el dorso de su mano dormida.

Me senté a su lado en silencio, mirando cómo las lágrimas formaban un hilillo negro que iba de sus mejillas a sus labios, y empecé a recordar lo que decía mi tío Nacho con respecto a las lágrimas, lleno él también de soledad e ingratitud: “Toda gran pasión termina en una gota de agua. La memoria sólo existe para eso, para acumular olvido. Soportar la ausencia es el olvido”, y se tomaba su ron como quien está comulgando.

–Vamos –le dije dulcemente– te llevaré a tu casa. En estos tiempos un hombre no significa nada, peor si es gringo.

Se rió con ganas y se arrimó a mi hombro. Su cabeza pesaba, olía a tabaco.

–Vamos –insistí– ya es muy tarde.

La luna. Siempre la luna. Cara de tonta la luna a esas horas. Una hora antes yo había salido de mi casa, para enfrentarla (a la luna), para que me dijera de una vez y al aire libre lo que quería decirme a través de la ventana de mi dormitorio, mientras Viviana dormía a mi lado con la placidez de los cadáveres, y yo estropeaba la última pesadilla para levantarme decidido e ir tras su huella de plata. Pero ya no me importaba la luna. Me importaba ese juguete lloroso que a ratos se estremecía y lanzaba leves suspiros que iban dejando atrás al llanto.

–Está bien –me dijo limpiándose las lágrimas– me levanto si me das un beso.

Un beso. Sal, saliva y lágrima. Un beso que cubra mi agobio, la pesadilla nocturna, la mariposa negra de la cotidianeidad. Un beso entonces para comenzar a recorrer los laberintos del azar.

Echamos a caminar.

–John es mi novio –me dijo con una voz asustada–. Tengo un novio de porquería.

Entrelazó su mano a la mía y como siempre empecé a ahogarme.

Caminaba danzando, metiendo en su cuerpo la alegría de la madrugada. Por allí tomamos un taxi y ella dio una dirección. Los Sauces. Avenida de Los Sauces.

–Los sauces llorones –dije.

Ella se apretó contra mi pecho, alzó su rostro y me dijo:

–No me dejes sola, no esta noche.

Así que también ella. Así que el vacío era ecuménico. Así que esta luna regaba soledad por todas partes. Así que el miedo y la tristeza y la angustia viajaban en taxi por las calles de Quito. Así que nos iba creciendo como una nueva piel, como una nueva costra.

Sus padres vivían en la casa delantera, ella en el departamento de atrás. En el tiempo de las vacas gor­das ese departamento lo utilizaban las criadas. Pero ahora, tú sabes...

–Podrían despertarse –dije, mientras ella jugaba con las llaves como si fueran cascabeles.

–Siempre duermen como osos –me dijo. Duermen seis meses y seis meses trabajan. Son asquerosos. Legañas y ojeras.

Prendió la luz. Un dormitorio de juguete. Horroro­sos afiches de Frida Khalo sujetándose con hebillas todas sus enfermedades. Por allí un Chaplin que era un alivio. Un colchón en el suelo, libros tirados y en una silla de mimbre dos o tres calzonarios como ro­sas. Se acercó a la casetera y aplastó un botón. Un ronco estertor salió del aparato:

–Es Janis Joplin –dijo– me muero por ella. Me gus­taría atravesar su garganta. Prepara un bareto –mas­culló, señalando los libros del veladorcito–. En el li­bro de la Yourcenar hay un poco de hierba. Y luego fue al baño. El ruido de su vómito espasmódico, lar­go, hizo por un momento dúo a la voz de la Sony.

Cuando salió era otra. Pálida y bella como una vir­gen del medioevo, con una camisa de hombre por to­da vestimenta, un cuerpo desprotegido, falto de inso­lencia, un cuerpo de hermana, que me lo ofreció sen­tándose junto a mí. Con tristeza empecé a divertirme con los botones de su camisa, sus gestos eran tan in­tensos que me reprochaba la pasividad de los míos, y he aquí que de pronto sentí la bruja de su carne, bruja blanca apretada contra mí, violentándome, produ­ciéndome quejidos de asombro y de deseo. Se sacó la camisa y dijo:

–Por hoy basta de preámbulos.

Su cuerpo desnudo era un canto al arte de la bre­vedad, como esos cuentos perfectos que jamás escri­biré. La inteligencia de su cuerpo me avergonzaba como a un muchacho de escuela. Parada frente a mí parecía un templo, un templo percibido en sueños, un templo como el que alguna vez vi en Samarcanda, ¿fue en Samarcanda o en Pyong Yang?

–Eres bella –le dije, tomándola en mis brazos– eres un cuerpo para toda la vida.

Meandros, algas marinas, tacto del sueño, caballos galopando, caracoleando. Caricia infiel, solapada y abierta, espuma, más espuma, vértigo y vértice, im­precación su cuerpo, blasfemia. Ardilla perseguida y muerta y viva, túnel para llegar al otro día, mágico túnel por el que me estaba yendo, por el que me iba.

Y luego ¿qué? ¿El restallar de la mariguana viva, con su ojo abierto hacia el tumbado? ¿El cuerpo agradecido virado hacia el lado de la culpa? ¿La caricia submarina y nostálgica del tiempo que se va?

Las palabras empezaron a caer como una lluvia tenue mientras el día se sacaba la máscara. Palabras maltrechas apoyándose en el bastón de la promesa, de la ofrenda, palabras con esparadrapo para las llagaduras.

–No sé tu nombre –me dijo, mientras acariciaba mi rostro con su mano abierta– y sin embargo no he conocido nada más profundo. ¿Cómo es esto? Has hurgado mi vida, me has violado, me has robado, me has dejado sin mí. Quiero que me ames siempre, para siempre.

–Sí –le dije, apenas apenado, chupando uno a uno sus dedos húmedos– te estoy amando para siempre. La eternidad es sólo este momento.

–Eres un monstruo, un malo –dijo

–El azar produce monstruos –dije convencido.

–Y ahora ¿qué haremos? –dijo desconsolada–, ¿qué harás?

–Sobreviviré –dije–. Estoy acostumbrado a sobrevivir. Es lo único que el hombre contemporáneo ha aprendido: a sobrevivir. Somos los sobrevivientes de la post‑guerra, pero de la post‑guerra fría. En todo caso, parece que algo nuevo me llevo entre los ojos.

Sonó el teléfono. Un cadáver sacó la mano del ataúd.

–Sí, sí –dijo ella desde otra voz–, estoy bien. Eres un puerco. Okey, a mediodía, I want to talk to you.

Me vestí y salí. El sol de las once se clavaba en mi cabeza como un puñal. No sabía si pasar por mi hogar o irme directamente a la oficina.

Como Lázaro, eché a andar.


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© Raúl Pérez Torres